La
pantalla del televisor se encendió mostrando a una famosa
nacional, que aireaba
sus intimidades financiada por uno de los múltiples programas
diseñados
justamente para eso. Aarón no perdió tiempo buscando:
pasó directamente al
único canal que a aquellas horas emitía algo provechoso,
el que lucía un huevo
frito a modo de logo, donde un par de manos y una voz enseñaban
cómo cocinar
una perdiz. Apenas terminaba de acomodarse cuando irrumpió sobre
la mesita el
zumbido del móvil. Dudó que la llamada fuese de placer. Y
acertó. Dos
compañeros uniformados guardaban el acceso a las oficinas de los
abogados
Arzuaga. Uno de ellos reconoció a Aarón y se
apartó saludándolo con gesto
servicial. Él reconoció a su vez el cabello claro, los
pómulos marcados y el
cuerpo fibroso intuido bajo la ropa, que procuró no fijar en su
retina más de
lo imprescindible. De pronto, un tipo los sorprendió saliendo
precipitadamente,
embistiendo a Aarón por el hombro. Llevaba un chaleco gris de
trabajo y se le
notaba vistosamente aturdido. Aarón cruzó una
última mirada con el agente y
advirtió en sus ojos que ya conocía la respuesta a
aquella actitud. Dentro,
notó asimismo una alteración en la conducta habitual de
sus compañeros;
percibió cierta seriedad generalizada... Enseguida fue recibido
por Eloy, quien
empezó a informarle de cuanto sabía, pudiendo estudiar
más de cerca esa
seriedad, ese impacto, en un rostro aparentemente desmejorado. ―La
limpiadora descubrió el cadáver... Definitivamente,
pensó, aquel rostro
había empalidecido, ganando un enfermizo toque amarillento su
piel, brillante
bajo una fina capa de sudor. ―José
Antonio Arzuaga ―prosiguió
mientras Aarón se acoplaba los guantes de látex y las
fundas para el calzado
localizadas en una mesa próxima―. Su hermano y socio,
Jesús, no está en casa.
Teléfono apagado o fuera de cobertura. Hemos tenido que llamar a
un cerrajero
para abrir la puerta... Estaba cerrada desde el interior. Aarón
dedujo que el tipo del chaleco
gris era el cerrajero. Al
fondo, tras el ventanal del despacho
en cuestión, se produjeron varios fogonazos acompañados
por exclamaciones: Dios...
Joder... Agh... De espaldas a aquel cuarto y a la escena que
contenía, estaba
Gusi (Gustavo), y el hecho de que su expresión se asemejase
tanto a la de Eloy
tratándose en cambio de alguien con mucha experiencia y humor
negro, quien
además contaba con una fisonomía de suma robustez, lo
tornaba preocupante. Lo
saludó con una palmada en el brazo mientras continuaba
aproximándose al foco de
tanta turbación... A su izquierda distinguió el charco de
vómito, el cubo con
ruedas y escurridor y la fregona. La fotógrafa salió
entonces con un deseo
insaciable de respirar aire puro tatuado en la cara. Ni lo miró.
Cómo debía ser
aquello, sopesó, para que un miembro de la Científica
reaccionase así... Ya
antes de trasponer el umbral, creyó
que sus glándulas olfativas detectaban los vapores de la sangre
presuntamente
vertida, aunque bien podía tratarse de un engaño
ocasionado por la sugestión.
Anticipándose, aplicó sus dedos índice y pulgar
sobre las aletas de la nariz,
sirviéndole de mascarilla junto a los otros tres dedos y la
palma ahuecada de
la mano. Decidió echar vistazos fugaces e indirectos al
principio, alertado por
las reacciones ajenas. Pasó
por fin, cuidándose de no pisar
donde no debía: encima de la sangre, por ejemplo, que no
alcanzaba la suela
protegida de su zapato por escasos centímetros. Su olor se
intensificó, y le
vino acompañado por una mezcla de otros más
difíciles de precisar pero que
también provenían del interior de aquel organismo
acabado. Aumentó la presión
de los dedos sobre su nariz... A la diestra, se hallaba una
librería
abundantemente surtida con los consabidos volúmenes de Derecho
(el muerto se
colaba por el extremo opuesto de su visión, difuso: un
voluminoso calvo, le
pareció, sentado en un sillón de directivo, desnudo y
casi de espaldas a él).
Al muro frontal lo cubría parcialmente una cortina. Se
acercó hasta ella,
apartándola con el anverso de su mano libre para comprobar la
ventana, cuya
persiana, aunque no del todo, estaba bajada. Tiró de la manilla,
sin que la
hoja de la ventana cediese. Desde
aquel punto no divisaba al
ulterior objeto de sus observaciones, al repugnante,
momentáneamente eludido,
objeto («no persona», especificó Aarón para
sí, porque aquello adolecía ya de
las condiciones necesarias para que él lo denominase persona:
don José Antonio,
el señor Arzuaga, abogado Arzuaga o como quiera que lo llamasen
en vida sólo
era ahora carne de frigorífico, potencial comida para larvas de
mosca o polvo
gris de crematorio). Tras comprobar el estado del suelo que pisaba,
Aarón viró
hacia su izquierda. Allí volvió a colársele por el
rabillo del ojo la silueta
del hombre sentado, y también algo reluciente
(¿húmedo?) sobre el escritorio,
antes de centrar su atención en línea recta, hacia la
siguiente pared... Una
orla y el título profesional enmarcados la decoraban.
Avanzó otro par de pasos
(asegurándose de deportar aquella silueta al ángulo
ciego). Por debajo de los
cuadros se extendían dos sillas y tres grandes archivadores,
cuyo contenido
habría que revisar. No dio en pared ni techo con una rejilla de
ventilación por
la cual hubiese podido entrar o salir una persona, lo que
obligaría a desplazar
mobiliario. Ya
no cabían más rodeos, así que
decidió girarse para ir introduciendo lentamente en su
ángulo de visión los
elementos excluidos... Condujo sus párpados (que no sus ojos
descubiertos)
hacia ellos, la mano inconscientemente más prieta aún
sobre las vías
respiratorias y la cabeza lo bastante gacha para no registrar de golpe
aquella
escena. Aguardó un litúrgico segundo y parpadeó... Antes
que repulsión fue desconcierto lo
que sintió con aquella imagen: un puñado de relieves
indescifrables, como
cuando se mira desde una perspectiva errónea. Fue incapaz de
ubicarla en el
contexto del crimen, del impacto que esperaba. En parte le recordaba a
una
careta, pintura blanca sobre plástico o goma roja, pero
¿una careta...? Eso
creía haber visto. Construyó una teoría
lógica para explicárselo, tan alejada
sin embargo de su realidad que aún se quedaba en la fase del
desconcierto. Respiró
hondamente por la boca,
preparándose para alargar el parpadeo... Desconocía
el aspecto físico del
difunto con verdadera concreción, pero lo que yacía sobre
aquella mesa debía
ser, por fuerza, su semblante arrancado... Y no sólo eso, porque
el macabro
retal continuaba a lo largo de aquella superficie (no pudo evitar
mantener los
ojos desnudos, e ir levantándolos para contemplarlo en toda su
extensión) hasta
el mismo borde, por donde sin pretenderlo Aarón se
precipitó hacia un abismo
húmedo que lo enfrentaba directamente con lo inevitable.
Retiró la cara
presuroso, pero ya había obtenido una visión de conjunto
demasiado amplia, y
supo con certeza que permanecería grabada en su cerebro, a nivel
consciente e
inconsciente, como un record difícilmente superable de
brutalidad humana. Reunió
determinación para enfrentarse
definitivamente a ello. La
pieza seccionada de tejido cutáneo
abarcaba casi toda la parte frontal del cuerpo, exceptuando brazos y
piernas,
de la frente a la ingle, y ocupaba completamente el estimable ancho de
aquella
mesa... Pero el detalle más grotesco, más horrible, era
que los globos oculares
de la víctima, ausentes en la careta de piel, miraban desde el
interior de un
cráneo también seccionado (faltaba el rostro óseo,
por así llamarlo) y
parcialmente vaciado... Él
mismo mantuvo sus propios ojos
clavados en aquel par de esferas un rato de duración
indeterminada,
poderosamente imantado por la misma fuerza que lo repelía. Reconoció
la lengua entre el amasijo de
sanguinolenta carne desgarrada; por debajo de ella, la tráquea,
y un poco más
abajo, seccionada también la caja torácica, se
abría un vacío al fondo del cual
asomaba intermitentemente la columna... La
máscara de hueso descansaba junto a
la otra, incluido el trozo de mandíbula correspondiente al
mentón, y las
costillas bajo ella, en equiparada distribución junto al
pecho... Y había más.
Junto a éstas, el resto de piezas desensambladas: los
órganos, igualmente
dispuestos, replicando su orden natural. Pulmones, corazón,
estómago,
intestinos, etcétera relucían bajo los fluorescentes... |
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