Y SIN EMBARGO SE MUEVE

Asomó regurgitado a la consciencia desde un sueño negro. Se notaba pesado. La luz de la mañana llegaba tenue a través del visillo y el blanco techo aún no pasaba de gris. Debía enfrentarse a aquel día igual que a miles anteriores, superando su desgana.

Tras un rato de inerme contemplación, luchó por erguir el ensombrecido lastre corporal. Sentía con extrañeza como si lo arrastrara un poco más que de costumbre, como si tuviese que redoblar esfuerzos para que los miembros respondieran a las órdenes enviadas (advirtió indolente, casi aliviado, la excepcional ausencia de otra inútil erección matutina). Posó los pies en el suelo, sentado un instante al borde de la cama, que abandonaría para dejar completamente vacía, como el resto de una casa privada de la vida que le otorgaría una mujer, quizá también unos niños, puede que alguna mascota; seres inexistentes, cuya fantaseada corporeidad el silencio se encargaba de desmentir inmisericorde.

Una vez en pie, se dirigió al cuarto de baño.

Descubrió en sus rasgos una demacración que superaba las simples ojeras habituales. Y se extendía, al parecer, hasta sus manos: los otros dos pedazos de carne visible. Se levantó la parte superior del esquijama. Efectivamente, aquella misma palidez cubría la distancia intermedia oculta por el tejido mitad algodón, mitad poliéster, extendiéndose a lo largo y ancho de torso y brazos en contraste con zonas oscurecidas que, libres de hueso, ofrecían el desagradable espectáculo de hundirse. El imparcial espejo confirmaba la observación directa.

Asimismo, percibía un olor y un sabor de boca, una sequedad, que no logró disimular cepillándose los dientes y enjuagándose repetidamente. Ni siquiera la ducha arrastró esa desubicada sensación de suciedad que lo embargaba.

Decidió que ―ya no por encontrarse raro internamente, que le sucedía, sino sencillamente por aquel aspecto― no debía ir a trabajar, por vez primera en demasiado tiempo.

Telefoneó. Su propia voz lo sorprendió cambiada, quedando patente al oído de quien escuchase la verosimilitud del comunicado:

―Hola. Soy Emilio. Hoy no podré ir... Sí, no me encuentro bien... De acuerdo... Gracias. Adiós.

Ignoraba cuándo habría faltado a la oficina por última vez. Quizás incluso no había faltado nunca. Romper por fin aquella disciplina le causaba un mínimo y estúpido atisbo de pena, idéntico al de quien ve frustrada su intención de conseguir algún record, compensado no obstante por la convicción de merecerlo plenamente: demasiado tiempo sacrificado a una labor desgastadoramente repetitiva en la que ya no hallaba sentido alguno.

Marcó el número de citas previas del ambulatorio y, sorpresivamente, le concedieron un hueco en media hora escasa. Colgado el auricular, tomó las llaves junto al aparato, se calzó y salió con la chaqueta ya puesta camino de la consulta.

 

―¡Vaya! ¡Qué aspecto! ―apreció el médico nada más verlo aparecer por la puerta.

Lo invitó a sentarse. Lo interrogó superficialmente y se dispuso a tomarle la tensión con su diagnóstico resumido en una simple palabra: «anemia». Segundos después, su semblante cuajaba en un gesto de honda contrariedad.

―Qué raro... Debe estar estropeado.

La aguja no marcaba número alguno, alto o bajo. Probó en sí mismo...

―Pues no. Funciona bien... ―Retiró de sí el brazalete mientras lanzaba la siguiente pregunta―: ¿Tiene algún problema de movilidad en este brazo? ―indicándoselo suavemente con un toque. Él lo levantó con desgana, movió también la muñeca, estiró y contrajo los dedos adelantándose a la posible petición del galeno. Éste, con idéntico gesto de contrariedad, echó mano del estetoscopio. Auscultó arriba y abajo, a izquierda y derecha, sin un solo resultado que mejorase tan severo rictus, antes al revés. Comprobó nuevamente la herramienta en sí mismo.

―No puede ser...

Exploró manualmente: las muñecas, tratando de localizar su pulso con el pulgar; su cuello, donde mejor notaría la circulación de la sangre...

Emilio empezó a contagiarse de la inquietud que reflejaban los ojos del hombre al encontrarse fijamente con los suyos.

―Discúlpeme un momento ―y se ausentó, encaminado con paso decisivo.

El propio Emilio quiso constatar lo increíble y hundió las yemas de sus dedos índice y pulgar en el gaznate, ratificando la estrambótica sugerencia del doctor. Era incapaz de notar el latido, el necesario bombeo. Condujo la palma de su mano al pecho y la mantuvo allí... Nada indicaba una minúscula actividad del corazón...

El doctor reapareció acompañado por otro; después, alguien más, y alguien más aún en lo que terminó siendo una congregación de batas blancas. Volvieron a auscultarlo, incrédulos, y finalmente decidieron trasladarlo de consulta. Proyectaron un análisis de sangre, pero, cuando le pincharon para extraérsela, encontraron que no fluía adecuadamente, porque estaba parcialmente coagulada... Tomaron una muestra para estudiar bajo el microscopio.

―¿Dónde trabaja? ―se le ocurrió preguntar a alguno de los presentes, saliendo por un instante de la estupefacción generalizada que amenazaba tumbar los pilares de sus creencias para centrarse en lo verdaderamente importante: su enfermo y cómo vencer la enfermedad.

―En una empresa farmacéutica.

―Podría deberse a eso ―tanteó, más dirigiéndose a sus colegas que al paciente.

―No creo ―declaró Emilio, y prosiguió, a sabiendas de que esperaban su razonamiento―. Investigan con productos, sí, pero yo estoy al margen: trabajo en las oficinas. Soy un mero chupatintas.

―¿Cuánto lleva ahí?

―Demasiado.

Lo ingresaron en una habitación del hospital a la espera de más pruebas y los resultados de aquel análisis. Desnudado, vestido con el ridículo camisón de abertura trasera, se negó a acostarse, aunque se notara tan pesado (de cualquier modo, torpe más que cansado).

Reflexionó a solas entre las asépticas paredes, sintiéndose al margen de todo cuanto se desarrollaba alrededor suyo, sopesando los datos de que disponía para sacar conclusiones que, tanto como a los médicos, le costaba horrores creer. Acopló de nuevo la palma de su mano al pecho... Una mosca revoloteaba nerviosamente, incordiándolo su zumbido.

Sentado en una silla por cambiar de postura, recibió al heraldo de nuevas: el tipo con bata blanca entró (conservaban sus facciones aquel gesto de incertidumbre y recelo, aumentado si cabe), avanzó sin parpadear hacia él y se detuvo frente a la silla. Titubeó ojeando los papeles que traía consigo.

―¿Cómo explicarlo...?

―En términos sencillos, por favor.

―Su sangre está coagulada, y hemos encontrado en ella una cantidad ingente de microorganismos que sólo presentan los cuerpos en descomposición.

―¿Quiere decir que estoy pudriéndome?

―¡No! ―se apresuró a negar, tal vez más por rectificar el impacto de aquel informe que por contradecir su interpretación―. No sabemos: hacen falta más pruebas... El suyo es un caso único ―aseguró antes de irse, sin darse cuenta de que no recibiría la frase precisamente como motivo de tranquilidad.

―Ya... Me tocó, ¿no? Pues qué lotería de mierda.

Lo sacaron en camilla para una exploración más concienzuda.

Percibió indirectamente algunos fragmentos de conversación durante las pruebas:

―... increíble...

―... corrupción...

―... muy avanzado...

Sobre la camilla, una silueta anónima se dirigió a él:

―No se preocupe, ya estamos pensando en la forma de detenerlo.

«Detenerlo.»

De regreso al cuarto, lo depositaron en la cama y él no luchó por contrariar a la abnegada enfermera; carecía de fuerzas para ello.

―¿Desea que llamemos a alguien?

―No hay nadie a quien llamar.

―¿Algún familiar?

―No.

Bebió copiosamente, pugnando por neutralizar aquella molesta sequedad. Se sentía peor y, a cada minuto transcurrido, le parecía estar perdiendo el tiempo irreversiblemente. Sin duda, era víctima de un singular proceso de degeneración, un proceso «muy avanzado». (Aquel hedor...) Costaba ordenar los pensamientos. ¿Qué había dicho el camillero...?

Volteó su cabeza sobre la almohada, aplastando la oreja... Reparó en que ya no podía oír aquel rumor provocado por el torrente sanguíneo: su sangre se había estancado. En cambio, cobró la vaga impresión de un hormigueo por todo el cuerpo, un comezón (por interno) imposible de rascar.

Sin resistencia, se hundió en un pozo negro del que entonces no fue consciente.

 

Lo devolvió a la luz el ruido de la puerta. Irrumpió otro de aquellos matasanos. Se acercó sordamente, como con paso fúnebre, y se inclinó para hablarle.

―Señor ―dijo―, usted está muerto.

Parpadeó y, al abrir los ojos, no había nadie. Lo tomó por un sueño lúcido. Sólo aquello último. El techo que contemplaba era el del hospital.

Entornó los ojos hacia sí porque de repente notaba con toda claridad como si aquel hormigueo hubiese trascendido la epidermis..., y se sacudió violentamente (con las fuerzas que su estado le permitía) al verse cubierto de moscas. Agitó, inmensamente asqueado, los brazos en medio de la siniestra nube, hasta incorporarse; no pensó: simplemente reaccionó abalanzándose contra el guardarropa y se vistió con lo imprescindible mientras espantaba horrorizado a alguno de los persistentes insectos, incrementando su preocupación un mutado color de piel, ligeramente hinchada.

Afortunadamente, los médicos debían considerar que albergaba esperanzas de cura, o al menos una prolongación de su plazo vital, que no hallaría sitio mejor donde sufrir aquello; de lo contrario, muy probablemente se hubiesen preocupado por disponer un centinela, o encerrarlo sencillamente, para continuar su estudio de tan extraordinario caso. Eso o era que lo desahuciaban, lo abandonaban por imposible, por inexplicable, por repugnante.

A pesar de que la gente reparaba en él por su aspecto y olor, pudo salir fácilmente del edificio.

Condujo sin madurar un destino, tratando de soportar su propia fetidez, el profundo asco del proceso de degeneración que lo consumía. La muerte rondaba. Revisó en su memoria, anhelando recuerdos a los que aferrarse, cuya ausencia lo sumía aún más en el desecho.

Se metió en la autopista y desvió por una carretera secundaria, para acabar en el pueblo que lo viera nacer, ahora desierto.

Se notaba invadido. Se restregaba ampliamente, incapaz de aliviar aquel picor lacerante. Creyó notar en la boca a las pequeñas criaturas que lo devoraban; introdujo los dedos para escarbar, sacarlas si podía... Se sintió mareado y aflojó sin pretenderlo el volante. Y su coche viró, estrellándose contra un árbol. Más negritud...

 

Esa negritud continuó de regreso a la consciencia. Creía estar echado, pero cierta insensibilidad física, la falta del punto de referencia visual, impedían corroboración alguna y sintió claustrofobia. Ordenó a sus miembros sacudirse, ignorando si obedecerían, ansiando que al menos le transmitiesen una idea del sitio donde estaba por el ruido al tropezar con una superficie. Todo cuanto oyó fue plástico en torno suyo. Y dedujo que alguien lo había descubierto, sin pulso, el olor y el aspecto indiscutible de un cadáver, y lo habían recogido en una bolsa (como se hace con la basura) para trasladarlo a una morgue, para meterlo en uno de esos nichos de compuerta blindada (con un único cierre, externo, claro) a la espera de practicarle una autopsia o cremarlo directamente. Su claustrofobia se transformó en pánico. Se agitó (dedujo agitarse, por el ruido frenético del plástico), temiendo caer de nuevo en la inconsciencia y despertar en medio de una disección...

Volvió la luz. Aún se hallaba en el coche, frente al árbol que lo había frenado. Tuvo certeza de que no se trataba de sueños sino alucinaciones: su cerebro debía fallarle también.

Lo mismo que en el previo desvanecimiento, no supo la cantidad de tiempo transcurrido, pero dicha luz había cambiado, filtrada por las nubes. Empujó la abollada puerta y sacó los pies, sentándose dificultosamente. Los pantalones estaban manchados de orín.

Notó esta vez diáfanamente a las criaturas que cebaba. Hizo una torpe reverencia de anfitrión para abrir la boca y vomitar desde ella una sucinta cascada amarillenta de gusanos bien formados. Aquella intensa repulsión no convulsionó su estómago porque debía haber muerto.

Sus miembros obedecían. Abandonó los restos del auto y continuó a pie, desprendiéndose de la chaqueta con que se había tapado por los pasillos del hospital y la calle.

Anduvo penosamente, sobre hierba, caminos sin pavimentar, propinando lentos manotazos al aire para disuadir a algunos insectos que atraía. Recordó la frase de aquel médico o camillero: «estamos pensando en la forma de detenerlo...» Pero ¿cómo se puede detener a la muerte?

Arribó a la casa de su infancia, el lugar donde había nacido. «Cuarenta y un años», pensaba, cuarenta y un años de búsqueda infructuosa por disminuir aquella vacía soledad y que de seguro acabarían en breve.

Tiró de un tablón suelto en el mugriento piso y sacó del hueco una escopeta de doble cañón. La retiró de la bolsa protectora junto con unos gruesos cartuchos y marchó escaleras arriba, cargándola, sus dedos imprecisos en la operación.

Se tumbó sobre el viejo colchón, descorriéndosele la camisa sin abrochar, mostrando en su plenitud aquel vientre hinchado, abstrayéndose ya de pensamientos o recuerdos, incluidos los encerrados entre aquellas paredes desconchadas.

Empujó la boca del cañón en la suya propia y pulsó el gatillo, desatando un estruendo enorme que sin embargo a ninguna persona sobresaltaría en mitad de tanto silencio.

Cayó en otro sueño negro.

 

Pero no definitivo. Al cabo de no podía determinar cuánto, abrió los ojos en la acechadora penumbra y contempló la escena, no obstante suficientemente clara. Su estómago era una carcasa abierta llena de laboriosos gusanos que se desbordaba, amontonándose los caídos sobre el reverso de la camisa, con el batir de alas de innumerables moscas de fondo; parte de sus sesos (que tampoco desperdiciarían) se había mudado a las paredes y el podrido almohadón, esparciéndose en precipitado éxodo tras abandonar un cráneo destrozado, con un boquete desmedido que pudo palpar. Porque aún podía moverse y sentir, aparte de ver y razonar.

Calibró otro intento de suicidio, incluso prenderse fuego para no dejar ningún resto comestible de sí mismo y exterminar por completo en consecuencia a la plaga de sucios invasores..., mas lo rechazó. Con la boca de nuevo rebosante de vida, decidió que el trabajo de aquellos seres, en su simpleza, tenía mucho más sentido que el que había desempeñado él a lo largo de una entera existencia frustrada. Envidió su eficacia para complacer sus necesidades. Y les permitió rematar su labor, deseando pasar a integrarse con ellos.

        Asumió el papel de testigo. Se dedicó a observar hasta que alcanzasen sus ojos (creía sentirlos detrás, retorciéndose ya en las cuencas de su calavera), hasta que colonizasen totalmente el cerebro. ¡Que no dejasen nada!