ESCALAS |
El cielo arde a las siete
de la mañana, inicia una
deflagración que se propaga por los charcos de la calle hasta
mudar ese
provisional color anaranjado, mientras un crisol de ventanas estalla de
luz en
las fachadas norte de la ciudad al paso del sol desnudo. Casi de
pronto, todo
es claridad, y, entonces, alguien distingue cómo del
mismísimo aire pende una
gota de sangre... Ese primer
transeúnte se queda
absorto, sin importarle que perderá el autobús que lo
llevará hacia su trabajo,
cautivado por lo inaudito de semejante visión. Un segundo tiene
forma de señora
bastante ridícula: pelo corto y mal peinado, apenas cuello,
ancha en general,
de piernas ligeramente combadas, demasiado separadas una de otra, una
vieja
falda marrón y unas medias color carne por debajo de la rodilla;
va en
zapatillas paseando a su diminuta, mucho más ridícula,
mascota, y la mascota
insiste en un empeño desmesurado por incordiar, desafiante cual
niño mimado,
esputando ladridos estridentes, breves pero ininterrumpidos, tensando
la correa
que sujeta su ama, quien propina tirones en sentido contrario. A cada
tirón, el
bicho ajusta momentáneamente su paso al de la mujer, para en
seguida volver a
adelantarse. El extraño objeto
de atención se
halla próximo a una acera, en el cruce de dos amplias avenidas.
Parece una gota
de sangre, aunque mayor, más densa de lo normal y un poco
más oscura, y surge
de la nada a unos dos metros del suelo. Cae al asfalto, donde el amago
de perro
descubre un reguero parcialmente coagulado que desemboca en la
alcantarilla más
cercana. No tardan en multiplicarse
los
testigos, hipnotizados por esa inexplicada herida. Se miran unos a
otros, con
interrogantes y exclamaciones, escrutando alrededor en busca de
respuestas. Y
van reparando en nuevos hechos igualmente generadores de intriga: un
par de
farolas manifiestamente dobladas, más o menos a mitad de su
longitud (y miden
algo así como diez metros), un coche destrozado fuera de la
calzada y restos
del mismo esparcidos en todas direcciones... Baja considerablemente la
luz: se
nubla. Alguno se aproxima al auto
con el
deber cívico de comprobar si quedan pasajeros vivos, pero la
mayoría permanece
inmóvil, indecisa, sumida en su perplejidad, superada por el
carácter
fantástico de tan extraordinario manantial. Por supuesto, uno de
ellos se
aventura a palpar en torno a la herida, presumiendo la existencia de un
cuerpo
sólido ya que no visible. Y ahí está,
efectivamente, un bulto de dimensiones
inconcretas pero significativas a tenor del fugaz primer toque, una
porción
apreciable de algo que responde al tacto ―antes de que la recelosa mano
se
aparte― con calor: el calor, el pálpito de un ser aún
vivo... La mascota repelente
dirige ahora sus
ladridos hacia el punto de esa curiosidad y asombro. El tipo mencionado
al
principio, quien efectúa el hallazgo, bien situado en sus
cuarenta y tantos,
con barba minuciosamente recortada y planchada camisa blanca, ajeno
totalmente
al hecho de que ya ha perdido su autobús, deviene también
en ser el primero que
retrocede cuando notan una mayor señal de vida procedente del
bulto invisible:
un hondo quejido llena el aire densificado por la humedad, un quejido
tal que
los hace sentir azorados, insignificantes, y resta protagonismo al
relámpago
que anticipa nueva tormenta. Se dispersan buscando refugio, la compacta
señora
avanzando dificultosamente sobre sus cortas piernas mientras tira del
chucho
lamecoños, que aún increpa irguiendo el hocico, esta vez
con parte de temor
instintivo ya que no mínimamente inteligente. Todos desaparecen
rápidamente de
escena al son de un trueno salvo ella y el tipo de barba, a quien le
puede la
curiosidad y decide espiar desde un portal aledaño... Segundos
después, la
herida oscila, desaparece ante su visión en lo que dura un
parpadeo e irrumpe
un sonido de arrastre. Esto coincide con un gran fogonazo que parece
imitar al
de una cámara usada por algún fotógrafo
anónimo para inmortalizar sus rostros
níveos. La lluvia se añade presta al retrato general. Y
desde las sombras del
portal su privilegiado testigo contempla el siguiente portento: la
lluvia
dibuja tímidamente el contorno de una criatura enorme,
inclasificable,
elevándose imponente. Boquiabierto, cree distinguir, cuando
termina de
elevarse, que rebasa ligeramente la altura de las farolas
supervivientes... El estúpido animal
continúa ladrando
sin pudor, mientras su dueña tira de él y echa veloces
miradas atrás, arriba.
El contorno acuoso parece reaccionar dirigiendo su atención al
origen del
irritante sonido. Un movimiento de la mole y ese animalillo desaparece,
su
correa sube, se vuelve a tensar y arrastra bruscamente a la
señora con idéntica
facilidad que cuando ella ejercía la fuerza. El tipo de barba
visualiza
automáticamente un mundo donde los humanos pueden ser reducidos
a la categoría
de mascotas, o cosas peores... No acaba ahí: de
súbito, el cielo
gris pasa a ennegrecerse parcial, selectivamente, pero el tipo
está demasiado
centrado en el incidente de la señora y no se percata. Tampoco
se da cuenta de
que a un nuevo relámpago no lo sucede ningún trueno.
Durante un instante,
pierde el enfoque de la criatura, hasta descubrir que es porque se
confunde con
otra superficie análoga, mucho mayor... Le resulta interminable
el movimiento
ascendente de su cabeza al intentar abarcar su extensión.
Finalmente, distingue
dos figuras más tras la ya conocida. Traban contacto y, de
repente, el chucho
cae al suelo materializado ante sus ojos, mudo, fláccido. Cree
percibir cómo
las figuras mayores agarran a la otra para que las siga, y piensa en
dos padres
reprendiendo al vástago por una falta cometida...
Otro relámpago los borra de su vista y sólo queda la
habitual
cortina plana de lluvia. Regresa parte de la luz. Todo sigue,
prácticamente,
igual. |