EL SOÑADOR

La chica lo reconoció casi inmediatamente. Se aproximó a él enseguida, sin titubeos pero con total serenidad y educación, algo menos frecuente de lo deseable:

―Disculpe, ¿es usted... el escritor?

―Espero que sí ―respondió (le había echado un vistazo mientras se aproximaba y lo habían agradado tanto sus andares como su fisonomía)―. Soy un escritor al menos, de tantos.

―Le he visto en la tele. Sé que no es su estilo, pero... ―y soltó la frase―: tengo una historia que podría interesarle.

Mostró curiosidad sólo porque otras veces había follado gracias a situaciones análogas. Hasta que terminó de escucharla. Entonces cambió de opinión. Efectivamente, aquella historia no cuadraba con su estilo, si bien resultaba seductora; cualquier novelista ―incluido él, encasillado por voluntad propia en el género de moda― hubiese reconocido sus posibilidades.

La joven desempeñaba labores de enfermería, encargándose del cuidado de varios pacientes a domicilio. El caso al cual aludía parecía reunir determinadas condiciones que, de ser ciertas, lo diferenciaban del resto, y, de no serlo, motivaban igualmente un buen punto de partida para construir un relato prometedor. Se trataba de un anciano postrado en la cama desde hacía mucho ―desde la mediana edad o antes― y cuyo estado comatoso, a tenor de las informaciones transmitidas por cuidadoras precedentes, podía no ser exactamente eso: según la leyenda que corría entre dichas cuidadoras, él mismo en un momento dado habría decidido irse apartando de la realidad poco a poco, huyendo de la depresión, o del hastío, y las responsabilidades cotidianas para abrazar una cura de sueño cada vez más larga y profunda. «El soñador», lo llamaban. Y dentro de la casa existía una habitación cerrada a cal y canto donde ―elucubraban, a falta de pruebas― debían apretujarse los recuerdos de toda la vida que aquel hombre, llegado a tal extremo, había rechazado para emprender un nuevo ciclo...

Romántica la idea de alguien que, decepcionado con el mundo consciente, opta por evadirse a través de los sueños. Definitivamente daba pie a un estupendo relato, incluso a una novela. Así que, tal vez impulsado por una ambición de ganarse el favor de la crítica fuera de su encasillamiento, cuando ella lo invitó a inspeccionar el piso, accedió impaciente.

 

Nada más destaparse el interior ―aún peor cruzado el umbral―, lo asaltó su aliento reprimido, un aire como de dejadez embotellada durante años, décadas (tuvo un impulso de recriminar a la chica por no ventilar adecuadamente las estancias), pero, de forma vaga, ya acercándose al edificio, creía haber notado ese algo desagradable y se descubría inquieto, suponía que por culpa de inevitables ideas preconcebidas, y de las que borboteaban en su mente de narrador, por muy evasiva o superficial que fuese su literatura (quizás influía eso: la pretensión de inmiscuirse en un terreno extraño, que, por consiguiente, pisaba con inseguridad).

El mobiliario que veía, reducido a lo mínimo, seguía anclado en su época. Al fondo del pasillo observó la puerta candada.

―¿Es esa...?

―Sí.

A mano izquierda, tras otra anticuada puerta, como amortajado sobre una cama de hospital, se escondía el viejo, un rostro desvalido y profusamente arrugado asomando por encima de una sábana, que ―inexplicablemente para él en aquel primer instante― le produjo un leve sobresalto. Lo achacó al deterioro corporal del que era víctima irreparable, a su inminente muerte y, sobre todo, a cuanto esto representaba en la comparativa de ambas vidas: el desaprovechamiento de aquélla, que sin embargo Juan procuraba disfrutar plenamente consciente y con la mayor intensidad... De su nariz salía ―o a ella entraba― el tubo de una sonda, de una barandilla de seguridad colgaba la bolsa de otra parcialmente ocupada por orín y, a la diestra del convaleciente, se situaban un par de monitores que registraban sus constantes vitales, conectados a un tercer aparato del cual surgían diversos cables que se perdían bajo las sábanas, que supuso electrodos pegados a la piel. Barruntó, asimismo, que el gotero cuyo contenido desembocaba en su nariz era susceptible de administrar alguna sustancia inductora de aquel trance. El hedor a antiguo, a enfermizo, se incrementaba cuarto adentro, al punto de que alcanzaba a eliminar un último rastro de atracción por su interlocutora.

―Debo cambiarle de postura ―irrumpió ésta, y se puso manos a la obra. Él, bastante asqueado ante la perspectiva de tocar aquella carne evanescente, se esforzó empero por ayudarla, más guiado por una obligada cortesía que por otra cosa. Apartando cobardemente su mirada, halló sobre la cómoda un portarretratos sin foto. «¡Qué curioso!», meditó. «¡Qué literario!»

La joven fue explicándole: higiene, sistema de alimentación por medio de aquella primera sonda en que había reparado («nasogástrica», indicó), frecuencia de estas intervenciones, cómo recibiría automáticamente en su teléfono móvil una alerta si de repente aquellas constantes caían... Negó la presencia de químicos destinados a hacerlo dormir artificialmente. No fue sin embargo tan precisa para ilustrarlo sobre la financiación que, evidentemente, requería todo aquello, limitándose a señalar:

―Eso lo lleva el abogado. Él me contrató.

―¿Lo ve a menudo?

―No, me ingresa puntualmente y, desde la entrevista, sólo hemos hablado por teléfono.

―¿Cree que le importaría hablar conmigo?

―No creo. Además, a él ―manifestó, dirigiendo su mirada a aquel harapo humano― le queda poco. Llamaremos para preguntar.

Una secretaria les comunicó la ausencia de su jefe y emplazó a reintentar transcurridos unos minutos. Ocuparon dichos minutos en recorrer las habitaciones y paladear un té caliente que debía ser lo único ―ciertos productos de limpieza aparte― albergado por aquellos armarios de la cocina. Toda la casa exponía su abandono, ofrecía casi el aspecto de pertenecer a alguna ciudad fantasma.

―Esto lo traigo para mí, claro ―confirmó ella, preparando el brebaje―. Siento no poder ofrecerle nada más.

―No, está bien ―sonrió Juan cálidamente.

«Un hombre aquejado por algún trauma», divagó su mente de narrador, pero ¿qué trauma?: ¿quizás la pérdida irrecuperable de un ser querido...? Y una habitación que guardaba un secreto: ¿la foto del portarretratos...?

―¿Con leche? ―interrumpió el culo sobre el que posaba distraídamente su mirada.

―¡Sí!, gracias ―reaccionó cogido por sorpresa, para retomar su línea de pensamiento con los ojos orientados en otro ángulo menos comprometedor.

¿Custodiaba el abogado la llave de aquella habitación? ¿De dónde provenía el dinero con que se pagaba por mantenerlo así? De alguna pensión probablemente, pero le espoleaba la imaginación que existiese una mano invisible (por ahora), tal vez vinculada a otro personaje atormentado, ¿por la culpa...?; tal vez el amigo de quien menos esperaría una traición, un robo sentimental que lo habría convertido en aquel hombre derrotado... «¿Qué nombre, por cierto, podría otorgarle al protagonista?» Y se dio cuenta de que ignoraba el nombre real. Cuando separaba sus labios con disposición de pedirlo, sonó el teléfono. Mientras la llamada era atendida, se apresuró al bautismo antes de que lo condicionaran: «Pongamos Adaro, por improvisar».

―No, no hay cambios ―aseguró ella―. El señor Adaro ―y el corazón de Juan se revolcó tras las costillas― se encuentra estable.

Por un instante sus oídos giraron hacia dentro, se descarriaron de las explicaciones que los labios femeninos lanzaban al auricular del aparato para sólo escuchar desde un fondo negro y hueco. «Le paso» fueron las dos siguientes palabras que distinguió. Emergió de sí mismo convenciéndose de haber escuchado aquel nombre antes y tomó el objeto que le ofrecían para saludar y presentarse formalmente.

Por un indicio de celo profesional, aquél se mostró algo reticente al lado contrario de las ondas, pero finalmente le concedió una cita, en su despacho, por la mañana.

Juan agradeció su amabilidad a Angélica y, asegurada una vía de contacto para futuras cuestiones, se despidió echando otro vistazo al fondo del pasillo...

«Una puerta cerrada tras la cual se esconde algo.» Aquella imagen lo cautivó desde el principio. Se acostó pensando en ella, ansiando que, si no en vigilia, en sueños dedujese la resolución más atractiva al enigma. Pero generó algo bien distinto: una telaraña de sensaciones difusas, a cual más incómoda, hasta el sudoroso despertar.

 

El tipo lo recibió cortés, aunque receloso. No guardaba parentesco con «el soñador», Adaro (se recordó que debía buscar nombres alternativos), ni siquiera relación directa, amistosa o laboral, circunstancia que frustraba sus planes de averiguar rápidamente datos esclarecedores para con aquel personaje que le ahorrarían trabajo especulativo e investigador. A pesar de esto, respaldó sorprendentemente los rumores propagados por las cuidadoras. Incluso se dirigió a su cliente por aquel seudónimo:

―El soñad... Perdón ―rectificó, para continuar satisfaciendo su curiosidad―. El señor Adaro dispone de una pensión por invalidez que yo gestiono desde hace unos diez años.

La información que manejaba se remontaba hasta un señor al cual sí le había transmitido de primera mano su voluntad el durmiente. Lamentablemente había fallecido, así como el médico suscriptor de aquella invalidez. Y respecto a la llave tampoco sirvió de ayuda puesto que desconocía su paradero. Consideró la opción de esmerarse ya en el ejercicio de fantasear. Pero la desechó.

Solicitó nuevas pistas, números de teléfono o direcciones. Y le proporcionó un par.

Enfiló hacia el apartamento de un sobrino del albacea original después de visitar al letrado, divagando por el camino las ramificaciones argumentales que se le ocurrían y tomando notas en el asiento trasero del taxi. «Adaro durmió. Por fin. Tras meses de noches y días en vela», apuntó, y tachó la primera palabra de una sucesión de innumerables. «No ―se corrigió Juan― durmió no: soñó.» Porque la historia iría de eso. «Sí: Tras meses de noches y días negros, atado a la consciencia o a la pesadilla, Adaro soñó algo agradable.» El trauma de la pérdida confería una tregua, esperanza germen de lo que se transformaría en su método más eficaz de evasión. Y ¿qué pérdida podía concretar?, ¿la de un amor individual: una mujer?, ¿una familia entera: ella y un hijo o hija...? «Muy clásico», rumió. ¿Pérdida tirando a física (una muerte, un secuestro) o a psicológica (un divorcio, un abandono)...? Seguía pareciéndole tópico. ¿Y si se trataba de algo más abstracto? ¿Y si simplemente se había hartado de coleccionar fracasos a lo largo de su vida y su “pérdida” consistía en aquello que deseaba por encima de todo y en cambio nunca había obtenido? Eso lo convencía más. Y no eliminaba de la ecuación a esa o esas mujeres que tanto adornan, amores ―para su desgracia― únicamente platónicos. Incluso visualizaba claramente el nombre de la decisiva (y solía verse en apuros a la hora de escoger nombres): «Miranda».

―Miranda ―repitió con su voz. Sonaba perfecto, como si hubiese estado ahí para que lo recogiera.

¿Y cómo estructurar el relato, cómo enfocarlo?: ¿de modo lineal, a saltos; en primera, tercera persona; pretérito imperfecto o algo de mayor riesgo, como el presente...? ¿Cuánto se extendería...? Quizá podría sacarle más partido si lo contaba a través de otro personaje, alguien como él, periodista o escritor, que ahondara en semejante rumor captado fortuitamente por sus oídos; eso potenciaría la intriga.

 

―¿Habló su tío del señor Adaro tras la reclusión de éste?

―Lo mencionó alguna vez, pero esquivaba el tema. Se veía que lo apenaba.

―¿Sabe de algún episodio concreto que lo inclinara a tomar aquella decisión?

Negó con la cabeza el sobrino.

―¿Y una mujer?, ¿hubo alguna en especial?

―Nunca oí nada al respecto. ―Hizo una pausa para, a renglón seguido, afianzar la intuición del novelista, o su gusto, construyendo el personaje principal―: El señor Adaro parecía tímido, introvertido.

―¿Depresivo?

―No sé, quizás.

―¿Conoce la habitación cerrada?

Puso cara de extrañeza. Ignoraba aquella parte de la historia. Probablemente a su tío le habían encargado destruir la única copia de aquella llave.

Tampoco atesoraban, él o sus parientes, documentos relativos a aquel asunto, ni siquiera gráficos, como fotos del aludido en algún álbum, porque tales cosas las habría calcinado un incendio. «Otro elemento de película...»

Se despidió con una dedicatoria que le solicitó, en un ejemplar de su última novela, y cogió otro taxi, divagando nuevamente. La pista del médico lo condujo a un par de descendientes del mismo y, con ellos, a un callejón sin salida. Así que renunció a sus pesquisas momentáneamente. No necesitaba más datos para inspirarse. Era hora de trabajar.

 

«¿Cómo se desarrolla?», inquirió a la página en blanco sobre la cual sostenía su rotulador. ¿Cómo se desarrollaba la acción...? Ya tenía, ya estaba razonado, el desarrollo psicológico del protagonista, pero ¿cómo exactamente ponía en práctica su plan y cómo afectaba eso a los demás personajes, al íntimo amigo, a la relación entre ambos...?

«Un día saborea la indulgencia de un buen sueño y piensa lo maravilloso que sería vivirlo indefinidamente, o trocarlo por su repudiada situación personal, que predomine sobre ella hasta confundirse con la vigilia, convirtiendo a ésta en el sueño, uno recurrente del que curarse. Y, para eliminarlo completamente, ¿qué mejor estrategia que seguir durmiendo? Aunque sucede gradualmente, claro. Lo onírico va ganando terreno a base de permanecer cada vez más tiempo en cama; aprende a controlarlo, a volverlo placentero cuando por culpa del subconsciente discurre abruptamente, enderezando las torcidas veredas de su propia ficción. Luego, gracias al entrenamiento, esos sueños autoinducidos adquieren mayor intensidad y coherencia, de modo que no atentan contra las leyes que la naturaleza impone, construyéndose así esa realidad alternativa.» Recreó mentalmente, detallándolo cuanto pudo, el proceso de refinar la simulación de aquellas leyes tanto que lograra confundir un mundo con otro: lo imaginó despertando después de una joven tentativa, esperanzándose en el descubrimiento de que había transcurrido mucho más tiempo del percibido; lo imaginó también concibiendo un alter ego (porque el soñador elaboraría su propio personaje, el tipo de persona que querría ser), que latía, que respiraba, que usaba sus cinco sentidos, capaz de apreciar el entorno como cualquier hombre de carne y hueso; imaginó a este alter ego acostándose en su propia cama inventada, tal vez soñando con el soñador (al principio, antes de dominar la técnica)... Pero juzgó que la realidad estaba compuesta por demasiados detalles, que no resultaba convincente que alguien alcanzara semejante capacidad. Quizás Juan albergaba menos imaginación de la supuesta, a pesar de su oficio.

Entonces ―prosiguió sus elucubraciones―, comenzando a perderse ya entre los dos mundos (la realidad del sueño y el sueño de la realidad), Adaro le pediría el favor a su amigo: que se encargase de todo con vistas a dar el último paso...

Para salvaguardar el suspense de la historia, para mantener el interés del lector, decidió ir desgranando poco a poco la información sobre su personaje, desplazando en efecto el protagonismo a quien investigaba su caso, un novelista como él, opción que le gustaba no solamente por más apropiada sino porque ahorraba trabajo.

De modo que, ciñéndose a los hechos conocidos, motivado por la facilidad que le sugería escribir sin obligarse a inventar, inició la descripción de aquellos dos días.

Lo hizo muy estimulado. Pero, una vez completado el borrador, incomprensiblemente, llegó a un punto de bloqueo desde donde ninguna de las bifurcaciones que se planteaba le acababa de convencer. Quizás por vagancia, la historia real se interponía, lo incitaba a continuar hurgando en ella.

Cuando, bien entrada una madrugada, se hartó de intentarlo, apagó la luz del estudio y resolvió escapar a través del sueño, como su protagonista. En el amplio dormitorio ya soñaba Patricia, quien, plácida e impúdica, lucía un torso ideal, no desmerecedor del resto de su cuerpo (ventajas del éxito mediático, y del económico especialmente), así que maniobró con la luz indirecta del pasillo para molestarla lo estrictamente imprescindible. Topó con las hileras de estantes repletos de libros y fotografías pertenecientes a sus viajes por países exóticos. Sopesó la idea de que esa vez el viaje era interior, y a eso no estaba acostumbrado.

El sueño no sólo no le sirvió de escape sino que volvió a intranquilizar su ánimo...

 

Se valió del número cedido por Angélica, empezando a acompañarla regularmente en sus quehaceres respecto al soñador. Pero su impotencia crecía sin extraer provecho alguno, estancándose aún más. Tenía una estupenda historia entre manos y no comprendía cómo era tan sumamente inútil para conseguir que avanzase. Evidentemente, lo incomodaba la seriedad con que debía abordarla.

En una de tales ocasiones, la cuidadora recibió un aviso urgente y permitió a Juan quedarse solo con el desahuciado. Entonces exploró libremente... Localizó una llave, en el cajón de la mismísima mesilla del dormitorio... Por desgracia, no correspondía a la misteriosa puerta, pero sí a la principal (¿un sistema para reducir la ansiedad de Adaro si resucitaba improvisadamente?). Bien pensado, resultaba más útil. Se la guardó rezando por que la chica no comprobara a su regreso aquel detalle que probablemente hasta desconocía. No fue así y ordenó rápidamente una copia. A partir de ese momento, aún con el desagrado que le producía tanto aquel piso como su habitante, se coló frecuentemente.

Paseaba, casi a hurtadillas, por las estancias fantasmales de aquella casa y, especialmente, por el pasillo que conducía a la más interesante de todas, obsesionándose con transgredir la barrera que lo separaba de su contenido pero reteniéndose, atraído y al tiempo repelido, justo como le ocurría con el anciano. Observaba su rostro en silencio, embargado por la sensación de que ―en algún o con algún sentido― él también lo observaba, de que tenía ―en su bajo nivel de conciencia― la noción de que estaba allí. Extrañamente hipnotizado, quería saber, quería ignorar, creyendo distinguir miedo aparte de asco entre los sentimientos que lo dominaban en cercanía a aquella persona y su vida, vértigo ante las profundidades de una miseria humana, de una historia real.

Mayúsculo fue el sobresalto al arrancar una de aquellas noches la vibración y el ruido de su teléfono móvil mientras escudriñaba a pocos centímetros las facciones deformadas por la edad (Patricia, interesándose por su paradero: reclamando sutilmente una explicación por los nocturnos abandonos).

 

Las pesadillas insistieron en quebrar su habitual armonía, un bienestar del que no recordaba haber salido nunca, y éstas, nebulosas, abstractas o simplemente difíciles de recordar, fueron concretándose en imágenes que acompañaban a las emociones, que no contribuyeron a disminuir la anterior incertidumbre, aumentándola por contra. Eran fragmentos (escenas, objetos, caras), de entre los cuales destacaron progresivamente unos sobre los demás. Por ejemplo, la cara de una mujer que asociaba con el personaje de Miranda. Apuntó con la máxima fidelidad los detalles de cuanto retenía tras aparecérsele, aunque ya no se encontrara en absoluto cómodo escribiendo nada relacionado con aquella historia. Aquel proyecto inoculaba en su mente una zozobra desconocida para él.

Tales sueños aparentaban elaborar el relato que, vigilante, no escribía, y le hubiese gustado poseer la habilidad de Adaro para controlarlos. No utilizó ninguna de aquellas notas rescatadas del subconsciente, que monopolizaban su libreta, ni ninguna de las anteriores a su irresoluble estancamiento. Cuando no lo pudo soportar más, llevó un cerrajero a aquella casa. Necesitaba un final a la altura, y debía ocultarse por fuerza tras la puerta al final del pasillo...

Como si representara un acto solemne (lo era, sin entender por qué), no cruzó el umbral hasta que aquel hombre hubo desaparecido. Aguardó unos minutos aún después de ello. Luego, entornó lentamente la hoja. Avanzó la puntera de su pie derecho y, al ritmo que ésta devoraba centímetros, aumentaron sus pulsaciones y algún temor costosamente soterrado alcanzó la superficie... Su inspección global del entorno ayudó un poco más, y la de cada objeto que lo rodeaba terminó por alumbrar el motivo: experimentaba una terrible familiaridad ante aquellos objetos ―ante demasiados―, la sensación de que sus recurrentes sueños habían estado anticipándole al menos parte de lo que hallaría tras aquella puerta.

Abrió una caja contenedora de diversas fotos y estudió fijamente una, un rostro femenino cuyos rasgos había tenido impresión de diseñar, preguntándose:

―¿Miranda...?

Otra de un hombre despertó en él afín repulsión a la causada por Adaro. Reflejamente, presumió que se trataba de Adaro muchos años atrás. Pero, curiosamente, el ejercicio de comparar, sustrayendo arrugas y empalidecida tez fláccida para establecer denominadores comunes, no derivaba en bastantes coincidencias; se parecía más él...

Se estremeció ante esta idea, discurriendo sobre la misma, pero incitándose a hacerlo sólo literariamente: ¿y si el personaje del escritor empezaba a comprender que la repulsión que le producía el anciano era achacable a algo más que renegar del envejecimiento o la muerte?, ¿y si haber adivinado su nombre significaba que llevaba aquel nombre dentro, que llevaba al anciano; o que el anciano lo llevaba a él...? Un gran final, el final sorpresa que necesitaba, su resolución a la intriga.

Revisó las facciones del hombre en la foto, sintiendo como propia la revelación de su personaje. Se reconocía en ellas, y en las otras bajo la piel marchita. No había sido consciente de ello hasta aquel instante, pero: ¿cuántos, aún en la realidad objetiva (no ya en una distorsionada a conveniencia) podrían reconocerse si tuvieran oportunidad de contemplar una imagen suya cuarenta o cincuenta años después...? «No ―pretendió negarse a admitir―, sé quién soy.»

Volvió a su chalet, concentrándose en chequear la funcionalidad de sus sentidos, en registrar cada segundo del trayecto. Olor, tacto, sonido y aspecto de ropa y coche, de carretera y mobiliario urbano...

En casa había algún problema con la electricidad, puesto que un interruptor tras otro declinaron obedecerlo. Y rememoró sensaciones lejanas, de pesadillas y despertares de pesadillas registrados por el cerebro infantil. La penumbra difuminaba el espacio en que se movía, difuminándolo a él... Su compañía eléctrica solucionó aquel problema de suministro coincidiendo con el que iba a ser su último intento. Y, cuando se encendieron las luces, notó que iluminaban menos de lo usual, o remarcaban los colores, los contrastes, de un modo que traía al recuerdo los despertares de aquellas pesadillas.

Patricia no estaba allí. Pero tampoco sus figurillas, sus libros, sus joyas... El guardarropa no acogía prendas suyas. Sus múltiples posesiones se habían evaporado. Carecía de lógica un abandono tan repentino sin mediar discusión. Sacó el móvil. Consultó el listado de llamadas recientes para marcar su número. Vacío. Se habría borrado accidentalmente. Recorrió línea por línea todos los nombres en la agenda, sin avistar por ninguna parte el suyo... «Como si una mano invisible jugara a borrar todo rastro de ella, a sugerirme que nunca ha existido...» Echó en falta sobre la mesita de noche el retrato de ambos capturado en aquel viaje a Turquía. Y en los estantes frente a la enorme cama Juan acusó también la ausencia de sus propias fotos, las que certificaban su travesía por tantos lugares. Abrumado, consultó nuevamente la agenda de su teléfono, y una de aquellas líneas desapareció ante sus ojos... Horrorizado, contagiado por tal suma pesadillesca, temió que el resto de cosas que lo rodeaban, que componían su amada existencia, se desvaneciesen tan fácil e irremediablemente.

Deseaba marcharse, pero no sabía a dónde.

Se apoyó en una esquina del cuarto. Se deslizó hasta sentarse abrazando las rodillas, como le piden a uno que haga en los aviones cuando corren peligro de sufrir algún percance. El vértigo indicaba que su avión caía en picado.

«Sé cuál es la realidad. Sé cuál es. cuál es», insistía. No podía constituir todo un espejismo, largo y detallado. Los éxitos cosechados, los sitios a los que había viajado, las mujeres con quienes se había acostado... No podía, no deseaba creer que todo aquello fuese mentira.

Se esforzó por conservar los ojos abiertos, compactando el mundo en derredor, evitando desplomarse en la bruma de otro sueño. Pero finalmente parpadeó.

Cuando abrió los ojos, vio un techo grisáceo, tenuemente iluminado por la pantalla de dos monitores. Cuando abrió los ojos de verdad, descubrió que él era el viejo.

Quiso convencerse de que aún se hallaba en el terreno de la pesadilla. «Sé quién soy ―se repitió―, sé quién soy...» Y cerró los ojos nuevamente, tratando de reformar cuanto le rodeaba. Pero se sentía completamente despierto.

Se desenganchó los electrodos, suponiendo que acudiría una enfermera como Angélica, para suplicarle una manera artificial de recuperar la inconsciencia, aunque esperaba no soñar, porque sospechaba haber perdido su habilidad para controlar los sueños.

Atrapado en aquella decrepitud, padeció la certeza de que un remordimiento lo acosaría durante lo que le restase vivir: el de que pudiera haber intentado con mayor ahínco acercarse a ser en la realidad lo que sólo había sido soñando...

        Cerró los ojos mientras esperaba, concentrándose en dormir, seguro de que esta vez lo aguardaba el insomnio.