EL SOÑADOR |
La chica lo
reconoció casi inmediatamente. Se aproximó a él
enseguida, sin titubeos pero con total serenidad y educación,
algo menos
frecuente de lo deseable: ―Disculpe, ¿es
usted... el escritor? ―Espero que sí
―respondió (le había
echado un vistazo mientras se aproximaba y lo habían agradado
tanto sus andares
como su fisonomía)―. Soy un escritor al menos, de tantos. ―Le he visto en la tele.
Sé que no es
su estilo, pero... ―y soltó la frase―: tengo una historia que
podría
interesarle. Mostró curiosidad
sólo porque otras
veces había follado gracias a situaciones análogas. Hasta
que terminó de
escucharla. Entonces cambió de opinión. Efectivamente,
aquella historia no
cuadraba con su estilo, si bien resultaba seductora; cualquier
novelista ―incluido
él, encasillado por voluntad propia en el género de moda―
hubiese reconocido
sus posibilidades. La joven
desempeñaba labores de
enfermería, encargándose del cuidado de varios pacientes
a domicilio. El caso
al cual aludía parecía reunir determinadas condiciones
que, de ser ciertas, lo
diferenciaban del resto, y, de no serlo, motivaban igualmente un buen
punto de
partida para construir un relato prometedor. Se trataba de un anciano
postrado
en la cama desde hacía mucho ―desde la mediana edad o antes― y
cuyo estado
comatoso, a tenor de las informaciones transmitidas por cuidadoras
precedentes, podía no ser
exactamente eso: según
la leyenda que corría entre dichas cuidadoras, él mismo
en un momento dado
habría decidido irse apartando de la realidad poco a poco,
huyendo de la
depresión, o del hastío, y las responsabilidades
cotidianas para abrazar una
cura de sueño cada vez más larga y profunda. «El
soñador», lo llamaban. Y dentro
de la casa existía una habitación cerrada a cal y canto
donde ―elucubraban, a
falta de pruebas― debían apretujarse los recuerdos de toda la
vida que aquel
hombre, llegado a tal extremo, había rechazado para emprender un
nuevo ciclo... Romántica la idea
de alguien que,
decepcionado con el mundo consciente, opta por evadirse a través
de los sueños.
Definitivamente daba pie a un estupendo relato, incluso a una novela.
Así que,
tal vez impulsado por una ambición de ganarse el favor de la
crítica fuera de
su encasillamiento, cuando ella lo invitó a inspeccionar el
piso, accedió
impaciente. Nada más destaparse
el interior ―aún
peor cruzado el umbral―, lo
asaltó su aliento reprimido, un aire como de dejadez embotellada
durante años,
décadas (tuvo un impulso de recriminar a la chica por no
ventilar adecuadamente
las estancias), pero, de forma vaga, ya acercándose al edificio,
creía haber notado
ese algo desagradable y se descubría inquieto, suponía
que por culpa de
inevitables ideas preconcebidas, y de las que borboteaban en su mente
de
narrador, por muy evasiva o superficial que fuese su literatura
(quizás influía
eso: la pretensión de inmiscuirse en un terreno extraño,
que, por consiguiente,
pisaba con inseguridad). El mobiliario que
veía, reducido a lo
mínimo, seguía anclado en su época. Al fondo del
pasillo observó la puerta
candada. ―¿Es esa...? ―Sí. A mano izquierda, tras
otra anticuada
puerta, como amortajado sobre una cama de hospital, se escondía
el viejo, un
rostro desvalido y profusamente arrugado asomando por encima de una
sábana, que
―inexplicablemente para él en aquel primer instante― le produjo
un leve
sobresalto. Lo achacó al deterioro corporal del que era
víctima irreparable, a
su inminente muerte y, sobre todo, a cuanto esto representaba en la
comparativa
de ambas vidas: el desaprovechamiento de aquélla, que sin
embargo Juan
procuraba disfrutar plenamente consciente y con la mayor intensidad...
De su
nariz salía ―o a ella entraba― el tubo de una sonda, de una
barandilla de
seguridad colgaba la bolsa de otra parcialmente ocupada por orín
y, a la
diestra del convaleciente, se situaban un par de monitores que
registraban sus
constantes vitales, conectados a un tercer aparato del cual
surgían diversos
cables que se perdían bajo las sábanas, que supuso
electrodos pegados a la
piel. Barruntó, asimismo, que el gotero cuyo contenido
desembocaba en su nariz
era susceptible de administrar alguna sustancia inductora de aquel
trance. El
hedor a antiguo, a enfermizo, se incrementaba cuarto adentro, al punto
de que alcanzaba
a eliminar un último rastro de atracción por su
interlocutora. ―Debo cambiarle de postura
―irrumpió
ésta, y se puso manos a la obra. Él, bastante asqueado
ante la perspectiva de
tocar aquella carne evanescente, se esforzó empero por ayudarla,
más guiado por
una obligada cortesía que por otra cosa. Apartando cobardemente
su mirada, halló
sobre la cómoda un portarretratos sin foto.
«¡Qué curioso!», meditó.
«¡Qué
literario!» La joven fue
explicándole: higiene,
sistema de alimentación por medio de aquella primera sonda en
que había
reparado («nasogástrica», indicó), frecuencia
de estas intervenciones, cómo recibiría
automáticamente en su teléfono móvil una alerta si
de repente aquellas
constantes caían... Negó la presencia de químicos
destinados a hacerlo dormir
artificialmente. No fue sin embargo tan precisa para ilustrarlo sobre
la
financiación que, evidentemente, requería todo aquello,
limitándose a señalar: ―Eso lo lleva el abogado.
Él me
contrató. ―¿Lo ve a menudo? ―No, me ingresa
puntualmente y, desde
la entrevista, sólo hemos hablado por teléfono. ―¿Cree que le
importaría hablar
conmigo? ―No creo. Además, a
él ―manifestó,
dirigiendo su mirada a aquel harapo humano― le queda poco. Llamaremos
para
preguntar. Una secretaria les
comunicó la
ausencia de su jefe y emplazó a reintentar transcurridos unos
minutos. Ocuparon
dichos minutos en recorrer las habitaciones y paladear un té
caliente que debía
ser lo único ―ciertos productos de limpieza aparte― albergado
por aquellos
armarios de la cocina. Toda la casa exponía su abandono,
ofrecía casi el
aspecto de pertenecer a alguna ciudad fantasma. ―Esto lo traigo para
mí, claro ―confirmó
ella, preparando el brebaje―. Siento no poder ofrecerle nada más. ―No, está bien
―sonrió Juan
cálidamente. «Un hombre aquejado
por algún trauma»,
divagó su mente de narrador, pero ¿qué trauma?:
¿quizás la pérdida
irrecuperable de un ser querido...? Y una habitación que
guardaba un secreto:
¿la foto del portarretratos...? ―¿Con leche?
―interrumpió el culo
sobre el que posaba distraídamente su mirada. ―¡Sí!,
gracias ―reaccionó cogido por
sorpresa, para retomar su línea de pensamiento con los ojos
orientados en otro ángulo
menos comprometedor. ¿Custodiaba el
abogado la llave de
aquella habitación? ¿De dónde provenía el
dinero con que se pagaba por
mantenerlo así? De alguna pensión probablemente, pero le
espoleaba la
imaginación que existiese una mano invisible (por ahora), tal
vez vinculada a
otro personaje atormentado, ¿por la culpa...?; tal vez el amigo
de quien menos
esperaría una traición, un robo sentimental que lo
habría convertido en aquel
hombre derrotado... «¿Qué nombre, por cierto,
podría otorgarle al
protagonista?» Y se dio cuenta de que ignoraba el nombre real.
Cuando separaba
sus labios con disposición de pedirlo, sonó el
teléfono. Mientras la llamada
era atendida, se apresuró al bautismo antes de que lo
condicionaran: «Pongamos
Adaro, por improvisar». ―No, no hay cambios
―aseguró ella―.
El señor Adaro ―y el corazón de Juan se revolcó
tras las costillas― se
encuentra estable. Por un instante sus
oídos giraron
hacia dentro, se descarriaron de las explicaciones que los labios
femeninos
lanzaban al auricular del aparato para sólo escuchar desde un
fondo negro y
hueco. «Le paso» fueron las dos siguientes palabras que
distinguió. Emergió de
sí mismo convenciéndose de haber escuchado aquel nombre
antes y tomó el objeto
que le ofrecían para saludar y presentarse formalmente. Por un indicio de celo
profesional,
aquél se mostró algo reticente al lado contrario de las
ondas, pero finalmente
le concedió una cita, en su despacho, por la mañana. Juan agradeció su
amabilidad a
Angélica y, asegurada una vía de contacto para futuras
cuestiones, se despidió
echando otro vistazo al fondo del pasillo... «Una puerta cerrada
tras la cual se
esconde algo.» Aquella imagen lo cautivó desde el
principio. Se acostó pensando
en ella, ansiando que, si no en vigilia, en sueños dedujese la
resolución más
atractiva al enigma. Pero generó algo bien distinto: una
telaraña de
sensaciones difusas, a cual más incómoda, hasta el
sudoroso despertar. El tipo lo recibió
cortés, aunque receloso. No guardaba
parentesco con «el soñador», Adaro (se
recordó que debía buscar nombres
alternativos), ni siquiera relación directa, amistosa o laboral,
circunstancia
que frustraba sus planes de averiguar rápidamente datos
esclarecedores para con
aquel personaje que le ahorrarían trabajo especulativo e
investigador. A pesar
de esto, respaldó sorprendentemente los rumores propagados por
las cuidadoras.
Incluso se dirigió a su cliente por aquel seudónimo: ―El soñad...
Perdón ―rectificó, para
continuar satisfaciendo su curiosidad―. El señor Adaro dispone
de una pensión
por invalidez que yo gestiono desde hace unos diez años. La información que
manejaba se
remontaba hasta un señor al cual sí le había
transmitido de primera mano su
voluntad el durmiente. Lamentablemente había fallecido,
así como el médico
suscriptor de aquella invalidez. Y respecto a la llave tampoco
sirvió de ayuda
puesto que desconocía su paradero. Consideró la
opción de esmerarse ya en el ejercicio
de fantasear. Pero la desechó. Solicitó nuevas
pistas, números de
teléfono o direcciones. Y le proporcionó un par. Enfiló hacia el
apartamento de un
sobrino del albacea original después de visitar al letrado,
divagando por el
camino las ramificaciones argumentales que se le ocurrían y
tomando notas en el
asiento trasero del taxi. «Adaro durmió. Por fin. Tras
meses de noches y
días en vela», apuntó, y tachó la
primera palabra de una sucesión de
innumerables. «No ―se corrigió Juan― durmió
no: soñó.» Porque la
historia iría de eso. «Sí: Tras meses de noches
y días negros, atado a la
consciencia o a la pesadilla, Adaro soñó algo agradable.»
El trauma de la
pérdida confería una tregua, esperanza germen de lo que
se transformaría en su
método más eficaz de evasión. Y ¿qué
pérdida podía concretar?, ¿la de un amor
individual: una mujer?, ¿una familia entera: ella y un hijo o hija...? «Muy clásico»,
rumió. ¿Pérdida
tirando a física (una muerte, un secuestro) o a
psicológica (un divorcio, un
abandono)...? Seguía pareciéndole tópico.
¿Y si se trataba de algo más
abstracto? ¿Y si simplemente se había hartado de
coleccionar fracasos a lo
largo de su vida y su “pérdida” consistía en
aquello que deseaba por encima de
todo y en cambio nunca había obtenido? Eso lo convencía
más. Y no eliminaba de
la ecuación a esa o esas mujeres que tanto adornan, amores ―para
su desgracia―
únicamente platónicos. Incluso visualizaba claramente el
nombre de la decisiva
(y solía verse en apuros a la hora de escoger nombres):
«Miranda». ―Miranda ―repitió
con su voz. Sonaba
perfecto, como si hubiese estado ahí para que lo recogiera. ¿Y cómo
estructurar el relato, cómo
enfocarlo?: ¿de modo lineal, a saltos; en primera, tercera
persona; pretérito
imperfecto o algo de mayor riesgo, como el presente...?
¿Cuánto se
extendería...? Quizá podría sacarle más
partido si lo contaba a través de otro
personaje, alguien como él, periodista o escritor, que ahondara
en semejante
rumor captado fortuitamente por sus oídos; eso
potenciaría la intriga. ―¿Habló su
tío del señor Adaro tras
la reclusión de éste? ―Lo mencionó alguna
vez, pero esquivaba
el tema. Se veía que lo apenaba. ―¿Sabe de
algún episodio concreto que
lo inclinara a tomar aquella decisión? Negó con la cabeza
el sobrino. ―¿Y una mujer?,
¿hubo alguna en
especial? ―Nunca oí nada al
respecto. ―Hizo una
pausa para, a renglón seguido, afianzar la intuición del
novelista, o su gusto,
construyendo el personaje principal―: El señor Adaro
parecía tímido,
introvertido. ―¿Depresivo? ―No sé,
quizás. ―¿Conoce la
habitación cerrada? Puso cara de
extrañeza. Ignoraba
aquella parte de la historia. Probablemente a su tío le
habían encargado
destruir la única copia de aquella llave. Tampoco atesoraban,
él o sus
parientes, documentos relativos a aquel asunto, ni siquiera
gráficos, como fotos
del aludido en algún álbum, porque tales cosas las
habría calcinado un incendio.
«Otro elemento de película...» Se despidió con una
dedicatoria que le
solicitó, en un ejemplar de su última novela, y
cogió otro taxi, divagando
nuevamente. La pista del médico lo condujo a un par de
descendientes del mismo
y, con ellos, a un callejón sin salida. Así que
renunció a sus pesquisas momentáneamente.
No necesitaba más datos para inspirarse. Era hora de trabajar. «¿Cómo
se desarrolla?», inquirió a la
página en blanco sobre la cual sostenía su rotulador.
¿Cómo se desarrollaba la
acción...? Ya tenía, ya estaba razonado, el desarrollo
psicológico del
protagonista, pero ¿cómo exactamente ponía en
práctica su plan y cómo afectaba
eso a los demás personajes, al íntimo amigo, a la
relación entre ambos...? «Un día
saborea la indulgencia de un
buen sueño y piensa lo maravilloso que sería vivirlo
indefinidamente, o trocarlo
por su repudiada situación personal, que predomine sobre ella
hasta confundirse
con la vigilia, convirtiendo a ésta en el sueño, uno
recurrente del que curarse.
Y, para eliminarlo completamente, ¿qué mejor estrategia
que seguir durmiendo?
Aunque sucede gradualmente, claro. Lo onírico va ganando terreno
a base de
permanecer cada vez más tiempo en cama; aprende a controlarlo, a
volverlo
placentero cuando por culpa del subconsciente discurre abruptamente,
enderezando las torcidas veredas de su propia ficción. Luego,
gracias al
entrenamiento, esos sueños autoinducidos adquieren mayor
intensidad y
coherencia, de modo que no atentan contra las leyes que la naturaleza
impone,
construyéndose así esa realidad alternativa.»
Recreó mentalmente, detallándolo
cuanto pudo, el proceso de refinar la simulación de aquellas
leyes tanto que
lograra confundir un mundo con otro: lo imaginó despertando
después de una
joven tentativa, esperanzándose en el descubrimiento de que
había transcurrido
mucho más tiempo del percibido; lo imaginó también
concibiendo un alter ego
(porque el soñador elaboraría su propio personaje, el
tipo de persona que
querría ser), que latía, que respiraba, que usaba sus
cinco sentidos, capaz de
apreciar el entorno como cualquier hombre de carne y hueso;
imaginó a este
alter ego acostándose en su propia cama inventada, tal vez
soñando con el
soñador (al principio, antes de dominar la técnica)...
Pero juzgó que la
realidad estaba compuesta por demasiados detalles, que no resultaba
convincente
que alguien alcanzara semejante capacidad. Quizás Juan albergaba
menos
imaginación de la supuesta, a pesar de su oficio. Entonces ―prosiguió
sus
elucubraciones―, comenzando a perderse ya entre los dos mundos (la
realidad del
sueño y el sueño de la realidad), Adaro le pediría
el favor a su amigo: que se
encargase de todo con vistas a dar el último paso... Para salvaguardar el
suspense de la
historia, para mantener el interés del lector, decidió ir
desgranando poco a
poco la información sobre su personaje, desplazando en efecto el
protagonismo a
quien investigaba su caso, un novelista como él, opción
que le gustaba no
solamente por más apropiada sino porque ahorraba trabajo. De modo que,
ciñéndose a los hechos
conocidos, motivado por la facilidad que le sugería escribir sin
obligarse a
inventar, inició la descripción de aquellos dos
días. Lo hizo muy estimulado.
Pero, una vez
completado el borrador, incomprensiblemente, llegó a un punto de
bloqueo desde
donde ninguna de las bifurcaciones que se planteaba le acababa de
convencer.
Quizás por vagancia, la historia real se interponía, lo
incitaba a continuar
hurgando en ella. Cuando, bien entrada una
madrugada,
se hartó de intentarlo, apagó la luz del estudio y
resolvió escapar a través
del sueño, como su protagonista. En el amplio dormitorio ya
soñaba Patricia,
quien, plácida e impúdica, lucía un torso ideal,
no desmerecedor del resto de
su cuerpo (ventajas del éxito mediático, y del
económico especialmente), así
que maniobró con la luz indirecta del pasillo para molestarla lo
estrictamente imprescindible.
Topó con las hileras de estantes repletos de libros y
fotografías
pertenecientes a sus viajes por países exóticos.
Sopesó la idea de que esa vez
el viaje era interior, y a eso no estaba acostumbrado. El sueño no
sólo no le sirvió de
escape sino que volvió a intranquilizar su ánimo... Se valió del
número cedido por Angélica, empezando a
acompañarla
regularmente en sus quehaceres respecto al soñador. Pero su
impotencia crecía
sin extraer provecho alguno, estancándose aún más.
Tenía una estupenda historia
entre manos y no comprendía cómo era tan sumamente
inútil para conseguir que
avanzase. Evidentemente, lo incomodaba la seriedad con que debía
abordarla. En una de tales ocasiones,
la
cuidadora recibió un aviso urgente y permitió a Juan
quedarse solo con el
desahuciado. Entonces exploró libremente... Localizó una
llave, en el cajón de la
mismísima mesilla del dormitorio... Por desgracia, no
correspondía a la
misteriosa puerta, pero sí a la principal (¿un sistema
para reducir la ansiedad
de Adaro si resucitaba improvisadamente?). Bien pensado, resultaba
más útil. Se
la guardó rezando por que la chica no comprobara a su regreso
aquel detalle que
probablemente hasta desconocía. No fue así y
ordenó rápidamente una copia. A
partir de ese momento, aún con el desagrado que le
producía tanto aquel piso
como su habitante, se coló frecuentemente. Paseaba, casi a
hurtadillas, por las
estancias fantasmales de aquella casa y, especialmente, por el pasillo
que
conducía a la más interesante de todas,
obsesionándose con transgredir la
barrera que lo separaba de su contenido pero reteniéndose,
atraído y al tiempo
repelido, justo como le ocurría con el anciano. Observaba su
rostro en
silencio, embargado por la sensación de que ―en algún o
con algún sentido― él
también lo observaba, de que tenía ―en su bajo nivel de
conciencia― la noción
de que estaba allí. Extrañamente hipnotizado,
quería saber, quería ignorar,
creyendo distinguir miedo aparte de asco entre los sentimientos que lo
dominaban en cercanía a aquella persona y su vida,
vértigo ante las
profundidades de una miseria humana, de una historia real. Mayúsculo fue el
sobresalto al
arrancar una de aquellas noches la vibración y el ruido de su
teléfono móvil mientras
escudriñaba a pocos centímetros las facciones deformadas
por la edad (Patricia,
interesándose por su paradero: reclamando sutilmente una
explicación por los
nocturnos abandonos). Las pesadillas insistieron
en quebrar su habitual armonía, un
bienestar del que no recordaba haber salido nunca, y éstas,
nebulosas,
abstractas o simplemente difíciles de recordar, fueron
concretándose en
imágenes que acompañaban a las emociones, que no
contribuyeron a disminuir la
anterior incertidumbre, aumentándola por contra. Eran fragmentos
(escenas,
objetos, caras), de entre los cuales destacaron progresivamente unos
sobre los
demás. Por ejemplo, la cara de una mujer que asociaba con el
personaje de
Miranda. Apuntó con la máxima fidelidad los detalles de
cuanto retenía tras
aparecérsele, aunque ya no se encontrara en absoluto
cómodo escribiendo nada
relacionado con aquella historia. Aquel proyecto inoculaba en su mente
una
zozobra desconocida para él. Tales sueños
aparentaban elaborar el
relato que, vigilante, no escribía, y le hubiese gustado poseer
la habilidad de
Adaro para controlarlos. No utilizó ninguna de aquellas notas
rescatadas del
subconsciente, que monopolizaban su libreta, ni ninguna de las
anteriores a su
irresoluble estancamiento. Cuando no lo pudo soportar más,
llevó un cerrajero a
aquella casa. Necesitaba un final a la altura, y debía ocultarse
por fuerza
tras la puerta al final del pasillo... Como si representara un
acto solemne (lo
era, sin entender por qué), no cruzó el umbral hasta que
aquel hombre hubo
desaparecido. Aguardó unos minutos aún después de
ello. Luego, entornó
lentamente la hoja. Avanzó la puntera de su pie derecho y, al
ritmo que ésta
devoraba centímetros, aumentaron sus pulsaciones y algún
temor costosamente
soterrado alcanzó la superficie... Su inspección global
del entorno ayudó un
poco más, y la de cada objeto que lo rodeaba terminó por
alumbrar el motivo:
experimentaba una terrible familiaridad ante aquellos objetos ―ante
demasiados―,
la sensación de que sus recurrentes sueños habían
estado anticipándole al menos
parte de lo que hallaría tras aquella puerta. Abrió una caja
contenedora de
diversas fotos y estudió fijamente una, un rostro femenino cuyos
rasgos había tenido
impresión de diseñar, preguntándose: ―¿Miranda...? Otra de un hombre
despertó en él afín
repulsión a la causada por Adaro. Reflejamente, presumió
que se trataba de
Adaro muchos años atrás. Pero, curiosamente, el ejercicio
de comparar,
sustrayendo arrugas y empalidecida tez fláccida para establecer
denominadores
comunes, no derivaba en bastantes coincidencias; se parecía
más él... Se estremeció ante
esta idea,
discurriendo sobre la misma, pero incitándose a hacerlo
sólo literariamente: ¿y
si el personaje del escritor empezaba a comprender que la
repulsión que le
producía el anciano era achacable a algo más que renegar
del envejecimiento o
la muerte?, ¿y si haber adivinado su nombre significaba que
llevaba aquel
nombre dentro, que llevaba al anciano; o que el anciano lo llevaba a
él...? Un
gran final, el final sorpresa que necesitaba, su resolución a la
intriga. Revisó las
facciones del hombre en la
foto, sintiendo como propia la revelación de su personaje. Se
reconocía en
ellas, y en las otras bajo la piel marchita. No había sido
consciente de ello
hasta aquel instante, pero: ¿cuántos, aún en la
realidad objetiva (no ya en una
distorsionada a conveniencia) podrían reconocerse si tuvieran
oportunidad de
contemplar una imagen suya cuarenta o cincuenta años
después...? «No ―pretendió
negarse a admitir―, sé quién soy.» Volvió a su chalet,
concentrándose en
chequear la funcionalidad de sus sentidos, en registrar cada segundo
del
trayecto. Olor, tacto, sonido y aspecto de ropa y coche, de carretera y
mobiliario urbano... En casa había
algún problema con la
electricidad, puesto que un interruptor tras otro declinaron
obedecerlo. Y rememoró
sensaciones lejanas, de pesadillas y despertares de pesadillas
registrados por el
cerebro infantil. La penumbra difuminaba el espacio en que se
movía,
difuminándolo a él... Su compañía
eléctrica solucionó aquel problema de
suministro coincidiendo con el que iba a ser su último intento.
Y, cuando se
encendieron las luces, notó que iluminaban menos de lo usual, o
remarcaban los
colores, los contrastes, de un modo que traía al recuerdo los
despertares de
aquellas pesadillas. Patricia no estaba
allí. Pero tampoco
sus figurillas, sus libros, sus joyas... El guardarropa no
acogía prendas suyas.
Sus múltiples posesiones se habían evaporado.
Carecía de lógica un abandono tan
repentino sin mediar discusión. Sacó el móvil.
Consultó el listado de llamadas
recientes para marcar su número. Vacío. Se habría
borrado accidentalmente. Recorrió
línea por línea todos los nombres en la agenda, sin
avistar por ninguna parte el
suyo... «Como si una mano invisible jugara a borrar todo rastro
de ella, a
sugerirme que nunca ha existido...» Echó en falta sobre la
mesita de noche el
retrato de ambos capturado en aquel viaje a Turquía. Y en los
estantes frente a
la enorme cama Juan acusó también la ausencia de sus
propias fotos, las que
certificaban su travesía por tantos lugares. Abrumado,
consultó nuevamente la
agenda de su teléfono, y una de aquellas líneas
desapareció ante sus ojos...
Horrorizado, contagiado por tal suma pesadillesca, temió que el
resto de cosas
que lo rodeaban, que componían su amada existencia, se
desvaneciesen tan fácil
e irremediablemente. Deseaba marcharse, pero no
sabía a
dónde. Se apoyó en una
esquina del cuarto.
Se deslizó hasta sentarse abrazando las rodillas, como le piden
a uno que haga
en los aviones cuando corren peligro de sufrir algún percance.
El vértigo
indicaba que su avión caía en picado. «Sé
cuál es la realidad. Sé cuál es. Sé cuál es», insistía. No
podía
constituir todo un espejismo, largo y detallado. Los éxitos
cosechados, los sitios
a los que había viajado, las mujeres con quienes se había
acostado... No podía,
no deseaba creer que todo aquello fuese mentira. Se esforzó por
conservar los ojos
abiertos, compactando el mundo en derredor, evitando desplomarse en la
bruma de
otro sueño. Pero finalmente parpadeó. Cuando abrió los
ojos, vio un techo
grisáceo, tenuemente iluminado por la pantalla de dos monitores.
Cuando abrió
los ojos de verdad, descubrió que él era el viejo. Quiso convencerse de que
aún se
hallaba en el terreno de la pesadilla. «Sé quién
soy ―se repitió―, sé quién
soy...» Y cerró los ojos nuevamente, tratando de reformar
cuanto le rodeaba.
Pero se sentía completamente despierto. Se desenganchó los
electrodos,
suponiendo que acudiría una enfermera como Angélica, para
suplicarle una manera
artificial de recuperar la inconsciencia, aunque esperaba no
soñar, porque sospechaba
haber perdido su habilidad para controlar los sueños. Atrapado en aquella
decrepitud, padeció
la certeza de que un remordimiento lo acosaría durante lo que le
restase vivir:
el de que pudiera haber intentado con mayor ahínco acercarse a
ser en la
realidad lo que sólo había sido soñando...
Cerró los ojos mientras esperaba,
concentrándose en dormir,
seguro de que esta vez lo aguardaba el insomnio. |