LA LUCHA |
Avanzó por el
pasillo de las oficinas entre despachos y más
despachos clonados unos de otros. Sentía el aire sobre su rostro
al
desplazarse, el vaivén del cabello en cada paso, la ropa en
contacto con su
piel, la solidez del suelo bajo sus talones... Se cruzó con ella
y olió su
perfume, percibiendo además que, quizá por observarlo
fuera del redil a
aquellas horas, lo miraba distinto; ¡qué coño!:
puede que incluso reparase en
él por primera vez... Prosiguió su avance entre aquellos
despachos que en
realidad no eran más que tristes biombos fijos, compartimentos
análogos a los
de un panal de una colmena de abnegadas abejas (ochenta pisos llenos de
abnegadas
abejas humanas) y desenfundó el arma antes de llegar al
propiamente dicho de su
jefe, antes de abrir la puerta y escucharlo reclamar autoritariamente
explicaciones por la demora que le había impedido ocupar su
puesto según
estipulaba el contrato, ni un segundo después. Éste lo
miró ya
inquisitoriamente desde su mesa, pero advirtió la pistola que el
empleado
sostenía. ―¿Qué
coño hace con...? ―exclamó, al
tiempo que pulsaba una tecla del aparato telefónico para
reclamar auxilio―. ¡Seguridad! Se aproximó con el
brazo relajado,
apuntando distraídamente al suelo mientras su jefe
repetía la llamada, sin
tratar de impedirlo, estudiando cada detalle de la situación
como si no la
creyese. ―¡Seguridad!
―volvió a repetir. Elevó el
cañón, como por probar,
cuestionándose. Pero finalmente apretó el gatillo. El disparo lo
sorprendió con
inusitada brusquedad. Sacudió su mano tan sólo un poco,
no como esperaba; sin
embargo, aquel ruido seco y alto que produjo se apoderó de sus
oídos, dejándolo
paralizado en un primer momento la reverberación. Sus ojos
desprevenidos
recogieron el destrozo del plomo: éste había atravesado
las manos dispuestas
por el hombre para protegerse, reventándolas suciamente,
partiendo hueso y
desgarrando cartílago y demás en un violentísimo
aunque muy breve
estremecimiento. El impacto había abierto un orificio en el lado
izquierdo de
la frente que, extrañamente, no sangró. Lo
contempló inmóvil unos segundos, aún
alteradas las pulsaciones. No había oído el tintineo del
casquillo porque había
sido amortiguado por la moqueta, y allí estaba... Tenía el arma
cogida fuertemente; de
hecho, pistola y mano se hallaban “pegadas”, unidas entre
sí como por arte de
algún potente imán o adhesivo. Apretó nuevamente
el gatillo, acostumbrándose a
la brutalidad de aquella sencilla herramienta, mimetizándola.
Practicó puntería
con el pecho del cadáver, que saltó, agujereada y
teñida su camisa blanca
progresivamente. Nunca había sentido tanto poder. Y le
encantaba... Dirigió una
última bala a su cabeza, que, echada para atrás, la
recibió oblicuamente,
resquebrajándose el hueso, regando profusamente la cristalera y
salpicando el
mobiliario de desgajados trozos de cráneo y gelatinosa materia
encefálica
aparte de sangre. «¡Qué espectáculo!»,
se dijo. Presintió la
irrupción de los
vigilantes, casi al otro lado de la puerta, así que se
apresuró a tomar un
nuevo cargador y sustituir el agotado. Cuando abrieron de golpe,
él ya apuntaba
en su dirección. Acertó sobre el
primero, quien se
desplomó bajo la atónita mirada de un compañero
que reaccionó agachándose para
hacerle frente, parapetándose tras la pared.
Aventurándola por el quicio de la
puerta, no alcanzó a disparar como pretendía, con la
zurda, y lo ahuyentó otra
bala que astilló buena parte del marco. Le mandó otra
más a través el fino tabique
y oyó el cuerpo del tipo derrumbarse inerte. Se acercó
alerta, comprobando
fugazmente sus flancos antes de decidirse a salir. La gente se agazapaba en
sus
compartimentos ―en sus mal llamados despachos―, por encima o por los
lados de
los cuales sobresalían, intermitentes, algunas cabezas. Del
más cercano: unas
bonitas piernas con medias oscuras acabadas en sensuales zapatos negros
de
tacón. Se trataba de ella, “casualmente”.
Aprovechó para tomarla de rehén: la
agarró fuertemente del brazo y tiró hacia arriba,
irguiéndola sin más
resistencia que la del peso doblado en aquella postura. Notaba por fin
su
carne, de modo firme bajo las dobleces de la blusa mientras la
estrujaba... Nuevos vigilantes se
presentaron al
fondo, precipitándose a tomar posiciones tras la esquina de
entrada al pasillo
o los menos seguros biombos en cuanto lo vieron con la chica de una
mano y el
arma de la otra. La utilizó de escudo; la encañonó
marchando por el pasillo. Se desvió
momentáneamente hacia la
celdilla de abeja humana que a él mismo le correspondía y
se inclinó sin perder
de vista a sus adversarios, sacando de un cajón un arma
más potente y varios
cargadores. Sustituyó la pistola por aquella ametralladora y
continuó avanzando
en dirección a la salida. No dudó en ametrallar a los
uniformados una vez los
tuvo a tiro (ahora sí oía tintinear, a
puñados, los casquillos sobre el
suelo). El bello artilugio escupía en cada fogonazo decenas de
balas,
abriéndole camino como ninguna otra acción en su vida
anteriormente. Olía la
pólvora, sentía aquellas vibraciones extenderse desde la
punta de su miembro
ejecutor al resto de un organismo excitado; notaba, en general,
agudizados sus
sentidos: nunca había sentido intensamente... Dedicó unas
ráfagas a las
multiplicadas celdas ―incluida la suya― entre las que había
pasado gran parte
de su monótona vida. Hirió en consecuencia a algunos de
sus ex-compañeros. No
le importaban. Remató en su
trayectoria a los
vigilantes caídos (le hechizaba el efecto de los balazos).
Descendieron al aparcamiento,
por la escalera, en previsión de que se ordenase inutilizar los
ascensores...
Tardaron, pero no sufrieron ningún asalto durante la bajada,
aunque era de
prever que los esperarían. Y, efectivamente, varios vigilantes
más del edificio
y agentes de policía se apostaban tras los coches.
Afortunadamente, el suyo
estaba aparcado cerca. Accedieron rápidamente a su interior.
Él le ordenó a
ella que condujese mientras se encogía en el asiento contiguo.
De aquel hueco
extrajo un arma aún más potente, una ametralladora de
considerable tamaño con
una lanzadera bajo el cañón principal. Rompió la
luna, a sabiendas de que
intentarían interceptarlos, abriendo fuego a discreción
en las proximidades de
la entrada al parking. ―¡Pisa a fondo!
―gritó, y, para asegurar
su obediencia, presionó su empeine. Chocaron de refilón
con un coche
patrulla, cuyos faros sembraron de cristal el asfalto como una
repentina
granizada. Disparó otra ráfaga disuasoria por el marco de
la luna trasera y
apuntó más cuidadoso, mandándoles a su
través varios de aquellos proyectiles
explosivos. Se generó en la
boca del parking una
hermosa deflagración, una expansiva nube naranja, amarilla y
negra que registró
embobado, con la chica tratando de dominar el automóvil sobre la
calzada
húmeda, sorteando los coches que venían de frente.
Cayó entonces en la cuenta
de que sudaba. Se tocó la camisa y descubrió que algunas
finas gotas de sangre
habían saltado allí. La exhortó a llevar
el volante con
mayor calma; poco después, a desviarse por un callejón.
En él hubo suerte:
estacionaron en doble fila tras un tipo que se disponía a
abandonar su plaza y
Fran sumó su secuestro y el del vehículo al de Alicia sin
aparentes testigos.
Se sentó atrás, apuntándolos. Y así
desembocaron en las afueras. Alquilaron dos
habitaciones en un
motel. Fran amordazó al tipo y lo dejó en una,
compartiendo la otra con Alicia,
buscando sin disimulo cierta intimidad. ―¿Por qué me
miras así? ―encendió
calmadamente un cigarrillo. ―Es que no te creía
capaz de todo
esto. Estaba sentada en el
suelo, junto al
minibar, con las piernas plegadas y los brazos rodeándolas a la
altura de las
rodillas, recogiendo aquella falda negra. Él, sentado en la
esquina de la cama,
simplemente la contempló. ―¿Piensas matarlo?
―trató de indagar,
echando una mirada al muro que los separaba del cuarto contiguo. ―Probablemente. ―¿Y a mí...? No respondió. La
estudió sólo. Luego,
se estiró hacia ella, situando el rostro muy cerca del suyo (su
piel
ligeramente sudada y su cabello despeinado no le restaban atractivo,
quizás lo incluso
aumentaban); aquel era un movimiento que debía efectuar en su
postura para
sacar algo del minibar, pero sin duda ella estimó otra cosa,
porque enredó una
mano en su pelo y, sin demasiado pudor, fijó los ojos en sus
labios. La muy
puta, o bien se había excitado con el papel de chico malo
desempeñado a lo
largo de la mañana, o, por mera cuestión de
supervivencia, trataba de ganarse un
indulto. De pronto, le dio la
impresión de que
ella se inmovilizaba por completo, lo mismo que una estatua de carne.
Le
pareció que poco a poco los colores se desvanecían hasta
el punto de
convertirla en una silueta oscura, mientras una voz que ignoraba de
dónde
procedía se volvía más audible: «ES LA
HORA... ES LA HORA... ES LA HORA».
Entonces, el cuadro entero acabó por desvanecerse y
recuperó la conciencia. Un tanto molesto por la
interrupción,
se despojó del gorro sensor (similar a los de neopreno que
formaban parte de
los trajes de hombre-rana, solo que estrechada su abertura para tapar
los ojos)
y comprobó que efectivamente era hora de irse a trabajar.
Había gastado toda la
noche en una partida de aquel juego. Pero el Daily Fighter
merecía la
pena. Sin lugar a dudas, aquella
neuroconsola suponía una mejor inversión. Confirmaba
plenamente el entusiasmo
global en torno a ella: la sensación de realidad era total, y la
posibilidad de
adaptar los espacios y la fisonomía de los personajes elevaba
aquel invento a
las más altas cotas. Además, no se corría peligro
alguno puesto que una de sus
funciones anulaba la moción de los miembros y enseguida se
recuperaba. Había
obrado sabiamente al esperar que los precios bajasen y sacaran el
modelo
desprovisto de cables, pero, si hubiese conocido como ahora sus
virtudes... Resultaba gracioso que no
sólo no
fuese casi criticada en relación con la violencia sino que hasta
la
promocionasen abiertamente reputados psicólogos,
sociólogos y gobernantes,
aduciendo que contribuía al desahogo de impulsos negativos;
más gracioso aún:
empresarios, jefes como el suyo, se ofrecían al escaneo de sus
propios rasgos
para dejarse acribillar virtualmente por sus subalternos (aunque unas
fotos y
un puñado de euros bastaban para que en cualquier tienda de
informática
personalizasen las copias)... Avanzó por el
pasillo de las oficinas entre aquellos
ridículos despachos iguales, camino del suyo. La vio, tan guapa
como siempre,
confraternizando con el jefe de planta, aquel gilipollas. La muy
trepa... Ocupó
su hueco en su impersonal celdilla de disciplinada abeja obrera del
panal, diez
minutos antes de la hora estipulada por contrato. Álvaro
reclamó suavemente su
atención dándole un toquecito en el hombro que
invariablemente lo sobresaltó. ―¡Joder,
Álvaro! ―Acuérdate de que
esta tarde es la
reunión del sindicato ―le comunicó en aquel tono de voz
tan discreto. Siempre
hablaba así cuando trataba aquellos asuntos, como temiendo que
sus superiores
los oyesen conspirar contra ellos a través de algún
micrófono―. No puedes
faltar, ¿vale? Ya sabes: cuantos más seamos, más
presión podremos ejercer. Todos
de acuerdo para darles una lección. Es el momento ―y le
asestó con su puño un
golpecito solidario en el hombro. Fran asintió con la
cabeza. «El
momento», «todos...» Siempre estaba igual. Sonaba tan
idealista, tan
irrealizable. Aunque tenía razón. Él mismo
había llegado a chuparse jornadas de
hasta dieciséis horas, pagadas o no íntegramente pero
nunca deseadas, por
mantenerlos contentos, sabiendo que se jugaba el puesto si no se
mostraba
dócil: podían utilizar cualquier excusa para despedirlo a
bajo coste y suplantarlo
inmediatamente. Antes de aquella
reunión, quiso terminar la partida dejada a
medias del Daily Fighter. Activó el disco en la consola,
volvió a
acribillar a su puñetero jefe y practicó un sexo ficticio
logrado a través de
la estimulación directa del cerebro que no sólo no estaba
por debajo del
tradicional sino que hasta lo superaba... La consola se
desconectó
automáticamente al fin de partida, no a una hora programada por
él. Cuando miró
el reloj, descubrió que era demasiado tarde: de celebrarse
aquella reunión,
forzosamente habría acabado. Pensó que quizás
tendría que haberse preocupado
por asegurar su asistencia. Debía acostarse
enseguida para
recuperar una fracción del sueño atrasado, comer algo
también. Pero no quedaban
raciones preprocesadas para cocer al microondas rápidamente y le
daba pereza
cocinar. En un foro, había leído la idea de
diseñar un nuevo modelo de
neuroconsola que alimentara a los jugadores mediante una sonda y, la
verdad,
muy descabellado no le parecía... Se retiró a la cama.
A pesar de todo, no logró dormir inmediatamente. Quizás
era
por haber descuidado su compromiso, aunque lo juzgaba insuficiente;
otra cosa
lo rondaba, algo de mayor profundidad, como una antigua
discusión existencial consigo
mismo cuyo retorno provocaba pensar y continuar desvelándose...
Consideró apropiado
acostarse con el gorro sensor. Sí, reproduciría el disco Sueño Plácido. |