HASTA QUE LA MUERTE NOS SEPARE |
Claudia tenía
nombre de modelo y lo parecía: sus operaciones
había costado. Un despampanante ángel californiano sin
corazón. Bill tenía
nombre de factura y un aspecto tirando a vulgar; había pasado
buena parte de su
vida estudiando para médico, desviándose al campo de la
cirugía plástica,
disciplina apreciablemente más sencilla y agradecida en el
ámbito económico,
algo muy importante en su sociedad. Un hombre sin un carácter
auténticamente
desarrollado. Ambos mecidos en la cuna del podrido sueño
americano, eran tal
para cual: ella, educada en el culto a la imagen, conocidas y
desarrolladas sus
armas femeninas, con intención de chulear a un marido del que
vivir fácilmente
a cambio del único mérito de su belleza; él,
reducido a una cuenta bancaria,
insatisfecho con su dinero y dispuesto a pagar el precio, hasta el
último
centavo, por suplir en el matrimonio sus carencias. Ahí estuvo
el fallo: uno lo
dio todo; el otro lo tomó. Nadie tan peligroso como quien siente
que no le
queda nada por perder... Ninguna advertencia
sirvió antes del
desenlace para un hombre que se había tomado realmente en serio
sus votos
frente al altar. Los más allegados trataron de evitarlo, pero
aquél mantuvo su
fe a toda costa; lo consideraba justo, un deber que, devastadoramente,
no veía
correspondido mientras se hundía la embarcación. La otra
variable de esta
ecuación arrasó efectivamente con todo cuanto alimentaba
a su desmedida
codicia, ante la destrozada efigie de un cónyuge demasiado
absorto para
reaccionar. No reaccionó cuando empezó a notar la actitud
distante de su ídolo,
no quiso reaccionar cuando se dio cuenta de que éste ni siquiera
lo miraba
directamente a los ojos y hablaba lo mínimo imprescindible; por
contra,
prefirió pensar que, de existir algún problema entre
ellos, se debía a su
torpeza, y procuró tornarse más complaciente aún.
Hacia el final, ella lo
esquivaba de tal modo que sentía vivir en una casa vacía
―una casa, por cierto,
enorme―, incluso las últimas veces pernoctadas juntos.
Suplicó incansablemente,
«pídeme lo que sea, cualquier cosa, insúltame si
quieres, pero no me ignores;
por favor, Claudia, no me ignores...» Todo, se lo llevó
todo excepto su
miserable vida y su desmotivadora profesión, las cuales no
reharía, porque su
devoción lo había agotado y desprovisto de amigos. Ahora ella despertaba.
Lentamente, se
desentumecieron los músculos largamente sedados. Había
sufrido una pesadilla en
la cual su ex-marido le destrozaba la cara, aquella preciosa cara, con
un
arsenal de espeluznantes instrumentos quirúrgicos; notaba como
tras un
recurrente sueño aquel frío destello plateado sobre sus
ojos, cortándola una y
otra vez, rabiosamente, hasta convertir sus perfectos rasgos en un
amasijo
sangriento, una única herida chorreante sobre el respaldo de una
camilla... Se
horrorizó al descubrir que justamente se hallaba en una
habitación de la
desatendida clínica de Bill. Su rostro estaba vendado. Sus manos
temblaron
incontroladamente al tocarlo. Se incorporó como
pudo,
trastabillando, apoyándose sobre la mesita, cuya lámpara
casi volcó, pasando
desapercibida una nota con su nombre que, evidentemente, no
leería en aquel
instante. Buscaba un espejo, que no tardó en localizar. Y no la
tranquilizó
comprobar que el vendaje no se mostraba teñido de rojo. Se aproximó a su
reflejo estremecida,
rodeando aparatosamente la cama, con el corazón que dudaba
poseer ―que no
recordaba haber distinguido nunca bajo el par de siliconados pechos―
indicándole su presencia como jamás en su vida.
Extremadamente nerviosa,
desenvolvió la venganza que sin duda él habría
ejecutado allí, aunque unos
meses antes no lo hubiera juzgado ni por asomo con valor suficiente
para cometer
semejante atrocidad... Advirtió su cabello
radicalmente
tajado, el rubio angelical ennegrecido. Y empezaron a asomar facciones.
Irreconocibles... No encontrar lo que
esperaba no
disminuyó su espanto. Su cara se había transformado en
otra cara... Acabó por
reconocer en ella los rasgos del vengador, grotescamente reproducidos
sobre un
cuerpo de mujer: era la estúpida mueca de Bill lo que se le
presentaba al otro
lado, era Bill quien la miraba directamente a los ojos desde el
cristal... Y
esa vez no podía desviar su mirada. En la nota sin leer
todavía, había
escrito: Esto es
para que me recuerdes, para que me tengas presente,
para que estemos siempre juntos, «hasta que la muerte nos
separe». |