PUTAS |
Desde la cama, oyó
el resorte en acción por la llave y
después el interruptor, la puerta al cerrarse, los tacones que
accedían al
interior de la casa repiqueteando sobre una nueva superficie,
proyectando su
sonido desde el parquet hasta las paredes, el techo, diverso
mobiliario, que lo
cobijaban, que no sólo perdonaban la ruptura del silencio
estanco sino que la
agradecían profundamente; él la agradecía. Aquella madrugada lo
había cogido despierto,
como las primeras veces, cuando esperaba desvelado por la
excitación que le
producía el acercamiento entre ambos ―dos prácticos
desconocidos―, la
realización de la fantasía; la irrupción diaria de
otro ser humano en su vida,
aunque tan sólo fuese durante unos breves instantes. Luego,
crecida la
confianza, afianzada la costumbre, ya se lo encontraba ella
frecuentemente
dormido y procedía según el trato: se situaba junto a su
cuerpo tendido y se
deslizaba bajo las sábanas, suavemente, procurando no
despertarlo, para bajarle
el pantalón, los labios a la altura del sexo,
atrapándoselo a continuación con
ellos, atrayéndolo hacia el interior de la boca,
abarcándolo entero en su
habitual dimensión de relajo, humedeciéndolo
lánguidamente y succionando mientras
se dilataba dentro hasta llenársela, así hasta eyacular,
hasta desvanecerse el
último espasmo sin que ―a ser posible― una gota quedase fuera,
dando entonces
por concluida la felación. Otras veces, aprovechaban la
erección matutina,
aunque agradaba más que lo sorprendiese arrebujado en la
inconsciencia, que su
lengua, el acogedor hogar de su boca, sus manos y la presencia intuida
del
resto de su cuerpo se colase en el terreno onírico e ir saliendo
de él con la
sensación de que un sueño se hace realidad; aquella era
sin duda la mejor forma
de despertar que podía ocurrírsele. Y eventualmente
―cuanto más lo disfrutaba―,
se sentía en cierto grado culpable, inmerecidamente
privilegiado, egoísta por
no devolverle el favor de idéntica manera, por creer que no la
pagaba bastante
bien. Perdió el rastro de
sus zapatos en el
cuarto de baño, al desprenderse de ellos. La ducha
comenzó a bisbisear e,
inmediatamente, a purgar los secretos de aquel cuerpo desnudo... Pasaba
la
noche de mano en mano, permitiendo que desconocidos de fisonomía
y psicología
muy variada la sobasen, la babeasen, la penetrasen, marcándola
sus secreciones
cutáneas, sus fluidos, como la orina de un perro un trozo de
territorio.
Regresaba con el olor a otros hombres impregnado en la piel, y por eso
le pedía
que se duchara antes de acostarse a su lado. La compadecía.
Últimamente, obraba esfuerzos
considerables por meterse en su pellejo, por entrever el detalle de su
más
íntima experiencia para comprender cómo se sentía
en realidad: tal vez la
hubiera inmunizado el transcurso del tiempo, unificando vivencias
particulares
en una inconcreta, nebulosa y más fácil de digerir, o
quizá se ayudaba de
alguna droga para atenuar esa supuesta percepción inmunda. Se
preguntaba si
acaso él mismo la desagradaba, y si estaba a gusto con aquel
trato, si le
podría parecer humillante incluso. Alguna vez ―sobre todo al
principio―, no
había ido a dormir allí, y especulaba sobre si
debía tomarlo o no por un factor
indicativo de su interés... Había cesado la
llovizna sobre el
plato de la ducha mientras pensaba estas cosas y ella terminaba ya de
secarse
en lo posible el cabello con la toalla... No estaba excitado, y tampoco
le
apetecía estarlo. El contorno femenino
reanimó la
habitación sombría, amenazada por el albor, y lo
observó avanzar recreándose en
su volumen, en aquel espacio ocupado por otra persona, que
latía, que respiraba
cerca de él, que albergaba un mundo de recuerdos únicos
desconocido, de
aspiraciones que podían coincidir ―¿por qué no
fantasear ligeramente?― con las
suyas, cualesquiera que fuesen... Serpenteó bajo la manta,
gateando sobre el
colchón, resuelta a cumplir su parte. Él la
rechazó delicadamente. Luego,
contrariada, la mujer se echó a su lado, mirando al techo, y se
volteó. El deseo había
cambiado, otra vez. En
aquel momento sólo le apetecía gastar los minutos
anteriores al inevitable
enfrentamiento con la rutina laboral pegándose al cuerpo de
ella, rodeándolo
con su brazo en un simple gesto que sin embargo se le hacía
cuesta arriba, que
quizás implicaba demasiado y que, por supuesto, no habían
estipulado
previamente. Lo cierto es que le daba más pudor que lo planteado
hasta
entonces. Se había atrevido a especificar, punto por punto, su
objetivos
sexuales y ahora le costaba solicitar un mero arrumaco... Pronto llegaría el
fin de semana,
otra cláusula inexistente en el contrato oral.
Coincidían, como en una versión
para mayores de dieciocho años de la película Lady
Halcón, al amanecer, sobre
una vaporosa frontera entre dos mundos, imposibilitados por sus
respectivos
horarios y la inicial desconfianza, aún mantenida, nunca
alcanzando a dormir
juntos... Se levantó, como siempre, a desgana, la mente
más resignada que el
cuerpo (éste no se deja engañar tan fácilmente),
deseando pedirle se quedase
aquel próximo sábado, aunque fuera por una vez; sabiendo
que no lo haría por
miedo a ahuyentarla. Había cosas mucho más íntimas
que el sexo. Salió por el otro
lado de la cama, cediéndole su hueco,
tomando la ropa ya preparada sobre una silla, y lo espió
dirigirse al cuarto de
baño. Notaba las sábanas
calientes; se
envolvió con ellas hasta la barbilla, sellando cualquier reducto
por donde
pudiera colarse el aire frío. Se preguntó nuevamente si
su reacción había sido
puntual o sugería un retroceso en lo acordado; tal vez se
había cansado ―de la
fantasía o de su presencia― y deseaba echarse atrás.
Ella, por su parte,
meditándolo, había decidido que se encontraba a gusto,
hasta llegaba a
considerar que el intercambio la beneficiaba: cierto que la casa no era
lujosa
precisamente, pero él la ponía a su entera
disposición durante el día, sin
exigir siquiera una participación simbólica en el pago de
un alquiler o recibos,
y eso mejoraba siempre la alternativa de dormir en albergues o
pensiones de
mala muerte. Apreciaba sinceramente la confianza requerida para otorgar
una
copia de la llave que guarda tu hogar a alguien de quien apenas sabes
nada.
Bajo una capa de soterradas emociones, la conmovía. Oía de nuevo el
agua regando un
cuerpo, esta vez a distancia... Se dio cuenta de que ni las primeras
veces ―con
el sexo ordinario, de penetración y demás― lo
había visto desnudo, camuflado
entre sombras, y tampoco creía que tuviese razones para
esconderse: el tipo,
sin ser especialmente fotogénico, no la desagradaba en absoluto,
sobre todo a
medida que acumulaban roce. Quizás algún comportamiento
en ella, dado el
carácter aparentemente sensible de él, no habría
ayudado a desmontar una
hipotética falta de autoestima: ocasionales noches tras la
primera del pacto,
recordaba, aún se había quedado a dormir en la
habitación pagada por algún
cliente, por inercia pero también muy probablemente por miedo a
acostumbrarse.
Ahora, en efecto, parecía haberle cogido apego a la
extraña rutina; la hacía
sentir a ratos que se aproximaba a lo que se espera de una vida normal,
sin
duda más de cuanto una puta de tercera fila pudiera ansiar, y
posiblemente
albergaba, bien oculto, hasta un principio de cariño. Volvía a
preguntarse si no la
despreciaría por aquello a lo que se dedicaba. Había
observado por ejemplo que
cada vez, consumado el acto, mantenía invariable un alejamiento
prudencial, aún
yaciendo juntos en la misma cama noche tras noche. Ella,
estúpidamente, había
alcanzado a pensar que no le importaría que la rodease con su
brazo, como hacen
las parejas. Sin embargo, en seguida se levantaba para cumplir con sus
obligaciones. Luego, rápidamente, llegaba el fin de semana e
interrumpían
contacto hasta el lunes. Así se había fijado la
relación. Suponía que aquellos
dos días los dedicaba a recuperarse del esfuerzo semanal
durmiendo sin
interrupción o practicando una mínima vida social,
inviable en días laborales.
Aunque no imaginaba a aquel hombre de triste mirada ―tal vez de ojos
cansados
simplemente― con vida social. Esto, este distanciamiento semanal, la
convencía
para no cebar mayores ilusiones. Durante aquel tiempo en la
casa,
inevitablemente, había fisgado por armarios y cajones ―con sumo
respeto, no
obstante, y cuidándose de recolocarlo todo perfectamente una vez
concluida cada
inspección―, llevando un poco más allá del
aburrimiento su interés por conocer
a aquel tipo. Había averiguado algunas cosas a través de
retratos, papeles,
etcétera, y el resto lo completaba su imaginación:
trabajaba como un cabrón
para costearse una vida miserable, en algo que aborrecía,
doblegándose a las
órdenes de un jefe que detestaba, que le chuleaba el sueldo de
múltiples horas
extra, y la mayor parte de ese sueldo se veía obligado a
destinarla a la
pensión alimenticia de un vástago apartado de su lado y
una mujer que, antes de
arruinarlo económicamente, lo habría arruinado
emocionalmente. Se levantaba
demasiado pronto, siempre de noche aún, y regresaba
también de noche, cuando
ella se había marchado ya. Seguro que apreciaba tanto que lo
despertase de
aquella manera para vivir alguna alegría de las que debía
andar muy carente,
para enfrentarse al nuevo día de una serie interminable, solo, a
pesar de
cualquier acompañamiento (reconocía estos sentimientos
como suyos y era
consciente de proyectarlos sobre él), y, quizás, su
repetición de aquello, por
grato que fuese, había degenerado en otra rutina. Ignoraba si
él podía
empatizar con ella, pero no creía que hubiese gran diferencia
entre ambos. Lo
compadecía.
Desde la cama, oyó el taconeo de sus zapatos, la
manilla al
abrirse la puerta; luego, el interruptor apagando la luz, su calzado
accediendo
al exterior, donde sonaba distinto, y el portazo, el eco en
disminución de
aquellos pasos perdiéndose en la madrugada, devolviéndola
al silencio de sí
misma. |