EL HOMBRE SIN SOMBRA |
Luis se levantó por
la mañana, a las 6:30, como de costumbre.
Amodorrado, se duchó rápidamente, se vistió,
desayunó un café descafeinado con
un par de bollitos y se cepilló los dientes. Nada, en efecto,
fuera de lo
común. Sin embargo..., notaba cierta diferencia que no era capaz
de ubicar,
sensación pareja a la que lo asalta a uno cuando olvida algo e
ignora qué. Se dirigió a la
parada del autobús
que lo acercaría a la estación de ferrocarril, aquella
sensación garabateando
espirales bajo un techo blanco de nubes que invadía, luminosa
aunque fríamente,
las calles. La dejó de lado, tomada por engañosa o
intrascendente, al verse
entre sus compañeros: pensaba demasiado, estimó. Comió en la tasca
habitual, solo otra
vez, porque sus compañeros eran oriundos de la ciudad o
alrededores, los
esperaba una familia con la que reunirse para compartir las viandas y a
él no
le merecía la pena perder más tiempo en autobuses y
trenes. Luego, proseguiría
su jornada, tristemente partida, no sin antes rematar aquel intermedio
con lo
único que últimamente aliviaba la pesadez causada por el
derroche de energías
diario, inútil más allá de la economía de
supervivencia: dar tras la comida una
vuelta a lo largo del rompeolas. No apreciaba desde hacía
semanas el ejercicio
físico o el paisaje tanto como encontrarse por allí,
indefectiblemente, a una misma
chica. Iba siempre con un perrito de color claro, aspecto
simpático, bigotudo,
al que permitía corretear libremente mientras él, asomado
al mar, la observaba
de tapadillo por encima de aquella barandilla, temiendo espantarla como
se
espanta a un hermoso animal salvaje lleno de lógico recelo,
quizás para no
espantarse él mismo, puesto que ella parecía realmente
afable. De vez en
cuando, lo descubría y Luis desviaba su mirada procurando la
mayor naturalidad.
La mujer en cuestión poseía una gracilidad y un rostro,
un gesto, que lo
agradaban sobremanera. En alguna ocasión la había tenido
muy próxima, pero Luis
no hallaba las palabras, o el valor, para lanzarse a pronunciar
―torpemente,
seguro― una primera. Recreó nuevamente
su vista, se
torturó nuevamente con dudas y, nuevamente, se ausentó
sin despedidas ―que
tampoco corresponderían a un saludo―, para acudir a atender sus
obligaciones,
decepcionado aunque también rescatado de su indecisión,
excusada su presunta
cobardía. Siendo principios de
invierno, había oscurecido ya para su
regreso, con lo cual estaban encendidas las farolas que lo
escoltarían durante
el forzado paseo hacia casa desde el punto más cercano en la
ruta del
transporte público. Entonces reparó en ello... La sombra de los
transeúntes se agrandaba
y empequeñecía, se duplicaba y replegaba después a
su paso por la acera bajo
los focos de luz naranja combinados con los de algún coche, pero
la suya no la
encontraba por ninguna parte... Oteó adelante, atrás, a
los lados; rastreó en
torno suyo, deteniéndose para fijarse con mayor atención;
se agachó, se acercó
a las farolas y gesticuló con sus miembros bajo cada haz
luminoso, tratando de
asegurar un error perceptivo. En vano. Sólo consiguió
atraer miradas de
extrañeza. Reanudó su marcha
apremiado, preguntándose
a qué se debería aquel síntoma. A cada zancada,
escudriñaba en busca de aquello
que siempre había estado allí y que ahora,
misteriosamente, había desaparecido.
Consideró la idea de que sólo un objeto invisible carece
de sombra... No
obstante, la gente había reparado en él. Por contra,
nadie lo había hecho en
aquella peculiaridad... ¿Acaso algo desconocido lo afectaba para
que su cuerpo
reaccionase de aquella manera, para que los rayos de luz no proyectasen
la
sombra de un cuerpo opaco, o quizás el problema radicaba en una
enfermedad
mental? Tal vez lo siguiente fuese avistar elefantes voladores... Cerró de golpe la
puerta del
apartamento, tensados los músculos, aún buscando en el
suelo la huella
cambiante de sí mismo que su lámpara debiera originar. Se
metió en la cocina,
pulsando otro interruptor, arrojando estruendosamente las llaves sobre
la mesa,
y el tubo fluorescente parpadeó hasta decidirse a alumbrar
fluidamente. Notó
una mancha por el rabillo del ojo. Se volvió, echándose
para atrás de un susto
al ver aquella sombra alargada, más o menos de su tamaño,
moviéndose sobre la
superficie de la nevera... «Definitivamente ―juzgó― estoy chiflando.» Retomó aliento
sumido en aquella
alarmante inseguridad, mientras la estudiaba cautelosamente...
Partía del
suelo. Era como si un cuerpo invisible la proyectase. Y, a pesar de la
distorsión, reconoció en ella sus rasgos: se trataba de
su sombra... Como ajena a él ―de
espaldas―,
parecía entretenerse manipulando algo... Simulaba coger varias
cosas de la
nevera, o, mejor dicho: la sombra de varias cosas, frente a la
atónita
expresión de Luis. Desenvolvió lo que parecían las
lonchas de queso y sostuvo
una en alto para ingerirla... Semejante banalidad alivió
moderadamente su
parálisis. Ante tan surrealista visión, sólo se le
ocurrió dirigirse a ella
(como si entre sus recién adquiridas capacidades se contase la
del raciocinio);
entendió que era la única forma de exorcizar el miedo, e
invirtió un esfuerzo
considerable. ―¿Dónde...
has estado? ―interrogó
vacilante. Ella, de nuevo agachada,
giró la
cabeza como si lo mirase por encima del hombro y continuó su
actividad. Él no
supo muy bien cómo tomárselo. Hasta que, repentinamente,
se embraveció por el
desdén. ―¡Eh! ―gritó,
procurando atraer su
atención (no pensó que una sombra pudiese hacerle
daño). Su sombra volvió a
erguirse, a girarse,
y echó hacia delante los hombros, elevando la barbilla como en
señal de
desafío, para inmediatamente después seguir a lo suyo,
abandonando
resueltamente la cocina. «¡Mi propia
sombra me está
vacilando!», exclamó, y la contempló salir, mutando
según avanzaba por la
diferencia de iluminación entre el fluorescente y la
lámpara del recibidor,
alejándose por éste hasta desaparecer en la oscuridad del
pasillo. Anonadado, optó por
seguirla. Buscó,
encendiendo luces. Se la topó echada
lánguidamente en el
sofá de la salita, con una mano detrás de su
indistinguible nuca y la otra
prolongada en un rectángulo romo apuntado hacia el televisor:
¡estaba pasando
los canales de una televisión apagada...! ―Pero...
¿qué pasa aquí? ¿Quieres
hacerme caso de una puta vez? Fingiendo sordera, la
oscura amiga se
incorporó y enfiló hacia el cuarto de baño.
Sacó su pene aplastado y un leve
trazo se dibujó sobre aquella taza. ―¿Será
posible? ―musitó―. Tengo que
estar alucinando. Su sombra era
también limpia y se
lavó las manos con la sombra de un chorro de agua. Se
secó con la sombra de la
toalla y salió del baño, dejando atrás a su
estupefacto antiguo dueño. ―¿Y ahora
dónde coño va? La vio encaminarse por el
pasillo hacia
su habitación. Se preguntó si dormiría con
él. Pero simplemente quería
apropiarse de las sombras del discman, los auriculares y uno de sus CD
para
escuchar, supuso, música silenciosa. ―¡Bueno, ya
está bien! ―explotó Luis―.
¡Te ordeno que vuelvas a tu sitio! Su sombra declarada en
rebeldía,
adoptando el relieve del escritorio, se entornó
descreídamente y, como acicate
a su colérica reacción, le hizo un corte de mangas. Luis se quedó tan
mudo como ella,
presenciando cómo regresaba a la salita, y la contempló
allí echada, con sus
dos manos fundidas a la cabeza, aparentando entrelazar sus dedos bajo
la nuca,
escuchando música inaudible a través de unos impalpables
cascos. Se dio por vencido y
apagó la luz. Descargó su peso en
la silla frente
al escritorio de su habitación, los ojos perdidos, bien
abiertos, cavilando
cuán despierto se sentía. «Mañana
―solventó― me comunicarán que
padezco un brote de esquizofrenia...» Miró
la puerta cerrada e imaginó a aquella gemela bidimensional
atravesándola,
porque supuso que podría. Luego, se fijó en aquel
borrón cuadrangular sobre la
mesa, donde su contorsionista doble monocromo había depositado
la inaprensible
carcasa del disco: la sombra separada de un objeto inanimado.
Tocó, pero las
yemas de sus dedos únicamente registraron la superficie de
madera barnizada. Y
la sombra en cuestión permaneció allí, inalterable
(sin volatilizarse, como
temía sucediera), para responder a cada una de sus
incrédulas comprobaciones
antes de irse a la cama... Tomó la caja de plástico en
sus manos y la dispuso
bajo una bombilla, para confirmar que, igual que él,
carecía de sombra propia.
No había duda de que su mente ―descartando una realidad tan
incomprensible―
urdía firmemente aquel delirio. Alcanzó su
móvil y marcó diversos
números de personas con las cuales no se atrevió a hablar
de aquello. Se acostó sin
cenar, relegado completamente
el apetito. Rezó por no albergar su cerebro algún tipo de
tumor. Pero ¿y si
estaba perfectamente cuerdo (restaba una noche entera de insomnio para
barajar
posibilidades y a eso se dedicaba ya)...? Discurrió que en
primer lugar debía
probarse mediante algún testigo la objetividad de cuanto
venía experimentando,
quemar el último improbable cartucho que lo alejaba de la
locura. ¿Y cómo
sería, en ese remoto caso, su vida con aquel signo de
distinción...? No le
apetecía nada convertirse en una atracción por aquello;
bastante bicho raro se
había sentido ya en el colegio y el instituto. Había que joderse.
«Tómalo con humor,
Luis», pretendió aliviar someramente aquella
incertidumbre: su propia sombra se
había amotinado, había proclamado su independencia e
iniciaba una etapa en
solitario; eso sí, viviendo de okupa bajo el mismo techo... El despertador lo
sacó parcialmente del aturdimiento en que
había logrado caer (lo más parecido al inconciliable
sueño reparador que su
organismo necesitaba). Quiso engañarse con una esperanza de
recuperación de la
normalidad, una esperanza de que el incómodo elemento
perturbador le concernía
exclusivamente al mundo onírico, basándose para ello,
como los abogados, en que
existían precedentes (ensoñaciones, sueños,
pesadillas, que habían dejado en él
similar poso de confusión con la realidad). Pero comprobó
a través de la
consciencia medio velada aún, bajo los efectos de aquel
aturdimiento, que la
pequeña sombra cuadrangular del escritorio no se había
evaporado precisamente:
no se había movido un ápice de allí. De hecho,
cuando enrolló la persiana, pudo
observar cómo se alteraba únicamente por incidencia del
nuevo ángulo de luz,
para seguidamente permanecer estática a no ser que modificase
dicho ángulo. Se desperezó
empapándose la cara con
agua fría. Visitó la salita, el resto de habitaciones...
No había en toda la
casa rastro de la insurrecta. Avisó por
teléfono a su jefe
(despertándolo, por el tono de aquella voz rota) y pidió
cita para un examen
médico con carácter de urgencia. Prescindió del
café y los bollitos;
sólo se duchó, sin prisas, y sin prisas se vistió.
Y, como le sobraba tiempo,
que no deseaba gastar entre aquellas solitarias paredes, recogió
las llaves y
se marchó a comprar el periódico, a tomar aquel
café fuera; en definitiva, a
mezclarse con la gente. Aunque lo ideal hubiese sido recurrir a
algún amigo íntimo
(ninguno disponible tan temprano). Se encontró la
puerta del apartamento
de enfrente abierta y, sorprendentemente, a la vecina ―una
señora de avanzada
edad que a duras penas lo abandonaba― en bata por el vestíbulo.
Ayudándose de
su tacatá, iba con pasitos cortos, dificultosa y
precipitadamente, tras algo. Y
ese algo, poco más veloz que ella, ¡parecía su
sombra...! La vieja desistió,
incapaz de seguir
el ritmo. Volvió su cara arrugada hacia Luis, con sus ojos
hundidos e
inocentes, su boca desdentada en aquella expresión alelada y
temblorosa ―por
los años más que por el miedo― y preguntó con
ella, se exclamó, sin acertar a
usar las cuerdas vocales... Era hasta gracioso y, sobre todo, liberador
para
él: el suyo no representaba un caso excepcional. Luis templó una
mueca de
circunstancias al pasar por su lado, sin saber bien cómo
comportarse,
igualmente pasmado pero feliz, y retrocedió motivado por esa
felicidad para
agarrar a la anciana por los brazos y decirle con una sonrisa de oreja
a oreja: ―¡Señora, no
se preocupe: a mí me ocurre
lo mismo! ―indicando el lugar a sus pies donde adolecía de lo
equivalente. Se aproximó al
ascensor, advirtiendo
que la mujer tampoco se había desvanecido en el aire por
tocarla: había notado claramente
su piel y hueso, con lo cual sentía alejarse de la teoría
alucinatoria, de la
locura. Tal vez su sombra se
comunicaba con
otras y había visitado aquel apartamento mientras dormitaba.
«¿Dónde estará mi
sombra? ―canturreó para sus adentros―, ¿dónde
estará mi sombra, que anoche me
la robaron...?» Traspuesto el portal,
abortó la coña
ante el panorama que comenzó a perfilarse... Constató más
ejemplos. Buen número de
siluetas se desplazaban libremente sobre el asfalto, entre los
peatones,
estupefactos al presenciar cómo tales sombras, independizadas de
sus modelos,
aparentaban comunicarse con las suyas y éstas cobraban vida para
responder al
comunicado, para despegárseles finalmente de los pies y propagar
a su vez el
mensaje sedicioso pintadas por un sol ardiente. ¿Acaso la suya
había iniciado
una especie de revolución...? Unos a otros se miraban
ignorando
cómo proceder. Algunos emprendían dubitativa
persecución, por curiosidad o como
acto reflejo, y resultaba paradójico, porque antes eran ellas,
sometidas a las
inquebrantables leyes físicas, quienes los seguían
fielmente. Luis caminó absorto
por la evolución
de semejante espectáculo. Sin proponérselo, acabó
en la estación de tren. Se
preguntó si aquello sucedería en la ciudad donde
trabajaba, si habría llegado
hasta sus compañeros, y pagó un billete, cobrado por una
señorita a quien tuvo
que insistir bastante para atenderlo dado el revuelo generalizado que
captaba
su atención tras la mampara. Al solitario maquinista no
debía haberle alcanzado
la onda, o le habían ordenado continuar su rutina, puesto que
arrancó puntual... Una vez se apeó,
halló lo mismo,
incluso más desarrollado si cabía. La gente lo comentaba
por las calles, miraba
con asombro o temor cómo los espectros se relacionaban entre
sí, excluyéndolos
mayormente, replicando sus actividades cotidianas (creyó ver a
uno haciendo footing,
y a otro conduciendo un automóvil, esto es: la sombra de un
automóvil), tal que
forjando su propia vida al margen de los humanos; aunque, a su manera,
por
fuerza, aquellos entes debían también poseer humanidad... Paseó
tranquilamente (si no puedes
evitar algo, mejor no martirizarte por ello). Le pareció que a
su alrededor se
desarrollaba una estrambótica suerte de película muda. Desembocó en el
rompeolas, una vez
más, disfrutando del panorama. Lucía hermoso los
días soleados como aquel,
tanto que le dolía no compartirlo con alguien. Como aquella
chica... Pero ¿qué
le daba miedo?: ¿el rechazo?, ¿perder otra ilusión
que agrisara más todavía sus
despertares laborales, ya de por sí grises?; ¿no era peor
la duda...? Unos gozosos ladridos
irrumpieron a
cierta distancia. Atisbó el perrito color vainilla, correteando,
como fijada su
atención en alguna pequeña criatura a ras de suelo que,
sin embargo, se desplazaba
tan rápido como él... Jugaba con su propia sombra. Tal
vez se había escapado
tras ella, porque no veía a su dueña por ninguna parte. Luis se aproximó a
uno de los
miradores. En un resplandeciente banco destacaba una pareja; en
realidad, las
sombras independientes de una pareja. Algo captó su
interés y se confió por lo
abstraídos que estaban, ya que no solía quedarse mirando
fijamente a nadie,
tridimensional o no; el caso es que, tras un rato de
observación, creyó identificar
sus propios rasgos en la del hombre..., y también los rasgos de ella
en
la de la mujer... Entonces una voz femenina se clavó en su
espalda,
provocándole una leve arritmia y un nerviosismo inevitable al
reconocerla: ―Hola ―saludó la
chica, aquel
precioso rostro nuevamente tan cerca del suyo. Miró a Luis un
instante y luego a las
sombras de sus respectivos cuerpos en el banco, las siguió
mirando,
porque interpretó que llevaba un tiempo allí. Y, por su
gesto, interpretó
además que las había reconocido.
―Hola ―acertó a pronunciar por fin él. |