YO Y MI POLLA* |
La fumada del siglo. O de
mi vida, al menos. Vegeto frente a
las imágenes sutilmente estroboscópicas del televisor,
moderado su volumen,
mudo en cierto sentido, porque ni lo escucho ni parece que tenga nada
que
decirme... El miniportátil descansa lánguido sobre mis
rodillas, casi a punto
de volcar. Ha saltado el salvapantallas: observo con ojos caídos
por la
gravidez y mi boca bobamente entreabierta las evoluciones de una banda
de
líneas sobre fondo negro que se desdoblan incesantes, rebotando
de un extremo a
otro mientras mudan su color. Alargo el brazo costosamente, sin
molestarme por
incorporar un ápice la espalda; aprieto una tecla y desaparecen
para descubrir
la ventana del procesador de textos, que no muestra ningún
texto, sólo esa
pequeña línea vertical parpadeando al inicio de una
página demasiado blanca,
demasiado brillante. Corrijo la luminosidad. Pronto aflora el mensaje
que
advierte de la inanición de la batería. No le doy de
comer, sumiso a la pereza,
molesto ante el esfuerzo que supondría tanto levantarme,
dirigirme hacia el
cable y el enchufe, como escribir, porque quizás tampoco tengo
nada que decirle
a un público que me ignore. Pliego la pantalla y deposito el
artefacto al lado,
sobre el asiento contiguo del sofá. Desparramo a mis costados
los brazos,
libres del peso. Entonces, noto una incipiente erección y me
pregunto a cuento
de qué viene. El miembro bajo los pantalones se estira, pero
efectúa un
movimiento extraño. Lo toco, atestiguando la dureza ganada,
forzándolo un poco
a su posición original, y nuevamente se revuelve, como si
tratara de
escurrírseme. ―¡Quieto! ―le ordeno
con media
sonrisa. Pero, cuando contraría por tercera vez mi voluntad,
aparentando
independencia, la sonrisa se me borra. Detengo mi mano para comprobar
que no
influye en las reacciones observadas, y el bulto vuelve a moverse,
inexplicablemente, haciéndome sentir como si agarrara una
culebra. Lo suelto. Ante mi estupor,
continúa
retorciéndose. Me traspasa la idea de que un animal se haya
colado en mis
pantalones durante el atontamiento beneficiado por la droga... Hasta donde sé, la
maría escasas
veces provoca alucinaciones, aunque me he metido una buena dosis y
parece
innegable que se trata de eso. Me asusto. Procuro dominar el miedo con
la
certeza de que éste no lo desencadena algo real. Cuelo un dedo
bajo la cintura
del pantalón y los calzoncillos y tiro hacia arriba, mientras lo
que sea relaja
su actividad oculta. Echo una ojeada, cuidadosamente... Sólo
encuentro mi
verga, la cual me apunta directamente, como si me devolviese la
mirada... La destapo
por completo, inspeccionando en torno a ella para mayor seguridad. Sin
otro hallazgo.
Hasta que reparo en un detalle del que al principio dudo. Me inclino
cuanto
permiten cuello y columna buscando corroboración. Juraría
que el glande,
ligeramente volteado, luce un meato distinto, combado de tal modo
que...
produce la sensación de estar sonriéndome. Ajeno a mí, el
apéndice al completo
se dilata en ese instante, como desperezándose tras una siesta,
adquiriendo su
tamaño y dureza límite; luego invierte el proceso,
recuperando flexibilidad,
para dejar muy claro su carácter alucinatorio, ya que de repente
articula la
brecha aludida, simulando una diminuta boca, y emite sonidos,
identificables
con palabras: ―¡Ah, libre por fin! Eso creo oír,
superada vagamente la
impresión inicial. Y la alucinación prosigue: ―¡Qué agobio,
tío! Tú no sabes lo que
es pasarse el día aquí atrapado. A ver si te compras unos
gayumbos un poco más
holgados, joder. «Mi polla me
está hablando», pienso.
Lo hace con voz aguda, proporcional al tamaño de la
tráquea que debiera gastar. ―¡Sí, te
estoy hablando!
¿Sorprendido? Sorprendido, sí,
hipnotizado por los
diminutos labios. Aunque me esmero en situarme a la altura de la
sorpresa y,
sopesando este engaño de mi mente, me considero incluso
afortunado ya que no destila
agresividad; hasta le veo gracia y pruebo a burlarme de esa voz
aflautada. ―Repite conmigo:
«Españoles..., hemos
ganado la guerra.» Como en gesto de
desaprobación, gira
su “cabeza” a un lado y otro, para aparentar seguidamente
echarme un vistazo de
arriba abajo. ―Mírate. Vaya
colocón llevas. ¡Qué
despojo! ¿Cuándo vas a ponerte a escribir en serio, o a
escribir simplemente? «Me ha salido
crítica la hija de
puta», opino, sin interrumpir su alocución: ―Más vale que dejes
de desperdiciar
el tiempo... Ahora resulta que tengo
conciencia, y
me habla desde los huevos. ―... Vamos a tener que
cambiar muchas
cosas. «¡¿Vamos?!» ―¡Sí: vamos! ¡Un Pepito Grillo! Y
no puedo ―por
más que comienza a apetecerme― aplastarlo como a un vulgar
insecto. ―Sé qué
piensas ―alardea―: que soy
una alucinación y te librarás de mí antes o
después. No vayas a hacerte
ilusiones tan rápido, amigo. Lo vuelvo a cubrir. Bajo
la ropa, se
retuerce mientras insiste en su perorata. Interpreto: ―¡Eh, cabrón,
estoy hablando
contigo...! Decido ignorarlo. Pongo
encima un
cojín, como si pretendiese asfixiarlo, y subo el volumen del
televisor. Tras un rato de zapping,
no
soporto el ruido que emiten los múltiples programas-basura y
apago para tomar
el reproductor mp3 y los auriculares. Me abandono a la música.
Transcurren
varias canciones. Relajado, constato que funciona. Pero unas notas
disidentes
se cuelan entre las guitarras, el bajo, la batería y la voz del
cantante, y va
imponiéndose esa vocecilla. ―¿Me escuchas?,
¿me escuchas...? Sé
que lo haces ―ríe. Maldigo. ―Dije que no te
librarías tan fácilmente
de mí... Me pregunto cuánto
durarán estos
efectos de la droga. ―... Mira, no nos
peleemos. Aunque no
lo creas ahora, no quiero putearte; más bien todo lo contrario. ―Claro ―digo. ―En serio. ―¿Y cómo lo
harás? ―Me echo una mano
a la cara tras recalar en que―: ¡Mierda: estoy manteniendo una
conversación con
mi polla, en voz alta! ―Lo cual es innecesario
―apostilla,
jocosa―, porque me dirijo a ti desde tu cerebro. ―Tan innecesario como tu
aclaración. ―Debes escucharme, seguir
mis
consejos. ―Tú sabes
qué me conviene. ―¡Pues sí! Al
fin y al cabo llevamos
mucho tiempo juntos, formamos parte del mismo ser. Te conozco en
profundidad,
créeme. ―Eso dice mi madre. ―Con tu madre no te
acuestas. ―¡Agh! ―exclamo al
percatarme del
contacto sexual con algo a lo que ahora otorgo una personalidad
masculina,
disociada de mí. ―Sí, esa es una de
las cosas que
tenemos que arreglar: estoy bastante harto de que me manosees. Desde ya
mismo
vas a currártelo más con las tías. ―Lo llevas crudo, con mi
habilidad
para el ligoteo. ―Eso no supondrá un
problema, si
haces lo que te diga. Aflojo a mi pesar una
breve
carcajada. ―¿Serás mi
Cyrano? ―Algo así. ―De acuerdo ―asiento
condescendiente,
preguntándome si me veré obligado a aguantarlo toda la
noche. ―Eso no pasará. ―¿Qué...? ―Lo siento, pero no te
acostarás hoy esperando
que me olvide de ti: hoy saldremos. ―¡Anda ya! ―Sí. ―¿Me
forzarás a ello? ―ridiculizo. ―Si no me dejas otra. ―¿Y cómo?:
¿me golpearás?, ¿me
gritarás?, ¿me cantarás música latina? No responde. ―Aquí sigo mandando
yo, pequeña. Y
disculpa por lo de «pequeña». No me replica. ―Joder, por fin un poco de
paz. Apuro una última
cerveza durante la
cual mantiene su silencio. «Por fin ha acabado este episodio
surrealista»,
colijo. Recupero gradualmente un efecto más común de la
droga consumida: el
sopor, y determino acostarme para matar la jornada, para despertar con
mi
cuerpo completamente limpio y mi mente normalizada. Antes, visito el
retrete. Y
entonces se me pone otra vez tiesa, vertical, como
encañonándome
amenazadoramente. ―¡Me cagüen...! Trato de corregir la
dirección de la
tubería por la que necesito evacuar, pero no lo consigo. Mi
mente, una parte
rebelada de ella, quiere mearme en el jeto. Me acerco a la
bañera para
minimizar las salpicaduras, porque ―por mis cojones― voy a mear, y,
cuando lo
intento, vuelvo a fallar y surge esa vocecilla puñetera, sin
escenificarla los
labiecitos de pez, ahora apretados en sabotaje: ―Si quieres desahogarte,
ve a un bar. ―¡Y, si no,
¿qué?! ―Controlo tu vejiga.
Dejaré que
explote si persistes en ignorarme. Crujo los dientes de
rabia. Me
concentro enérgicamente en liberar el líquido acumulado.
Infructuosamente.
Cambio de táctica e invoco mi laxitud. Pero ni una gota se anima
a brotar. Le
propino una patada a la bañera. Recorro un par de veces, como
bestia enjaulada,
el largo del cuarto y desisto. Salgo. Me introduzco en la cama
resolviendo que fluirá
automáticamente cuando me encuentre al límite. ―No esperes mucho ―insta
la voz de mi
conciencia. ―Que te follen. ―Ojalá ―suspira. Aguanto desvelado. Y basta
con no
alcanzar algo para desearlo más insistentemente. Demasiadas
birras aderezando
los porros... Llegado a un punto, empieza a dolerme. Me levanto y
regreso al
baño, pero nada. Repito maldiciones. ―Cede ―conmina mi yo
fálico―. No te
arrepentirás. ―Manda huevos ―murmuro
irónico. Entre más
exabruptos farfullados, me
visto rápidamente (él elige la ropa) y llamo un taxi: no
estoy para andar hasta
ninguna zona de bares. Tarda poco: hay una parada
cerca. No
obstante, la pantallita digital marca un precio de salida de más
de cinco
euros. ¡Qué cojonazos! ―¿Adónde?
―pregunta el taxista. ―¿Adónde?
―pregunto a mi vez, al
pasajero invisible, dándome cuenta de que he pronunciado la
frase en voz alta;
pero el tipo no se extraña demasiado, interpretando
quizás que lo he copiado
para distraer la falta de una respuesta inmediata mientras recuerdo
alguna
dirección. ―A Fomento ―responde la
voz en mi
cabeza. ―¡¿A
Fomento?! ―me exalto. Esta vez
mi tono sí levanta palmariamente la suspicacia del conductor. Lo
rectifico
disimuladamente―: A Fomento, por favor. Luego pruebo a retomar el
diálogo
interiormente: «Si tan bien me
conoces, sabrás que
odio ese tipo de sitios». «Lo sé, pero
un día como hoy a estas
horas poco más estará abierto, y convendrás en que
hay más posibilidades de
pillar cacho.» Sin utilizar las cuerdas
vocales,
despotrico contra Dios y contra el carajo. Nos apeamos frente al pub
que
menos asco me suscita de la zona. Le devuelvo con desgana el saludo al
portero ―no
sólo por mi malestar físico sino porque me incomodan los
porteros: me
transmiten las altas probabilidades de jaleo que concentran, los
problemas que
yo mismo puedo atraer por desentonar mi vestimenta normal, mi actitud,
del
conjunto― y me lanzo escaleras abajo, directo a los lavabos. Sin embargo, mi nuevo
amigo conoce
perfectamente mi propósito de huir corriendo en cuanto evacue y
permite que me
alivie sólo lo suficiente para retenerme cerca. «Pídete una
cerveza», propone. ¡¡Cuatro euros
una puta cerveza,
cuatro euros!! ¡A cagar con la crisis! Me acodo en la barra,
doblegado,
cabreado por la sensación de estafa. Incómodo por mi
urgencia mingitoria,
modifico la postura, hasta aparento cierto bailecito, aumentando el
cabreo. Le extraigo
un sorbo al botellín y cuestiono mi inteligencia dado el
conflicto de mi
vejiga. «Mira
allí», oigo por debajo de
empalagosas ventosidades discotequeras (agradezco, a pesar de todo, el
alcohol
y la droga consumidos en casa, porque atenúan levemente mi
sufrimiento).
«Allí», insiste, señalando como la varilla de
un zahorí, empujando la lona
desde su tienda de campaña. Mi cuello obedece y entorna la
cabeza: una morena
delgadita se contonea sonriente. Repara en mí y escamotea la
mirada
pícaramente. «¡Joder,
¿te has fijado, mamón?: luz
verde!» «Así de
fácil.» «¡Sí!» «Le digo:
“¿Follamos?”, y para casa.» «Tanto como eso no,
pero...» «Ya.» «Escúchame y
obedece o revienta. Tú
decides.» Gruño. «Acércate»,
ordena. «¿Para
espantarla? Vale.» Cuanto
antes acabe ―razono―, mejor. «Sonríe, por
tus muertos.» Tenso una sonrisa falsa
para
contentarlo, también para burlarme del vaticinado fracaso al que
nos conduce,
que a la postre le resulta convincente a la chica, tal vez porque mi
despreocupación se traduce para ella en seguridad de macho alfa. «¿Y ahora
qué, listillo?» «No digas nada.
Tú imita su baile y
ya te diré yo.» Eso hago. La nena me sigue
el juego,
de momento. «Pégate un
poco más, suavemente, a
ver cómo reacciona.» Acorto distancias y no se
despega,
más al contrario: se deja e incluso se restriega ocasionalmente,
«hasta que se
harte y se marche con otro», pienso. «Sigue
así.» La tengo de espaldas y su
trasero
alcanza a rozarme. «Acaríciale
la cadera.» Se la acaricio con mi mano
libre
(como para soltar una cerveza de cuatro euros). «Céntrate.» Por un instante, olvido
las ganas de
mear. Comparto la excitación de mi mellizo. Acaba la canción.
Nos separamos. Me
vuelve a echar una de esas miradas en el escaso trayecto de mis
genitales al lugar donde se aposenta su copa. Está con una
amiga, también
bastante guapa. «Cyrano»,
invoco. «Espera. No vayas
aún. Muéstrate
autosuficiente, pero sonríela, en plan canalla, ligeramente
canalla.» Me siento como si me
hablase un
fotógrafo para el cual poso. «Échale un
trago a la cerveza y
acércate. Yo te dicto... Y fíngete confiado.» Obedezco con
resignación, anhelando
que, tras el inminente rechazo, el subconsciente que me guía no
se empeñe en
encadenar tentativas a lo largo de la madrugada. Aunque me intriga
asimismo la
mínima posibilidad de que una parte de mí custodie la
llave del éxito que
obtienen otros. Tantas veces, desde lejos, a través del ruido,
he intentado
leer los labios de esos otros para satisfacer mi curiosidad... Así que las abordo,
sometido por
completo, cual Mazinger Z, a la voluntad de este Koji Kabuto:
«Hola, chicas».
Suelto con idéntica naturalidad un comentario relativo a la
pobre afluencia del
local, a la extrañeza que me produce después de tanto
tiempo fuera. Les dejo
caer tal idea y, cuando exponen su interés, digo que vivo en
Segovia, porque
allí curso carrera, Arquitectura, último año,
previo a ocupar un puesto seguro
gracias al enchufe que representa mi padre, socio de una empresa
ubicada en la
capital... ¡Funciona! Parece
que tenía yo razón
y, como para conseguir trabajo: si no mientes, no ligas. Tampoco puedo
asegurar
que sea la táctica común; supongo que habrá un
porcentaje de tíos que cuenten
la verdad en semejantes circunstancias y ambientes. Si su verdad los
favorece
así. De cualquier modo, esa luz de paso que ha pulsado ella, esa
señal de “éntrame
y ya veré”, facilita enormemente las cosas. Tomamos la siguiente en
otro antro de
la misma calle (pago yo, por descontado). Bailo con las dos a la vez,
también
“estilo roce”, y me cuesta fijar la vista en un solo
objetivo. Después, las invito
(o invitamos) a una última en mi casa. Y aceptan. Felicito a mi
apuntador por
la ocurrencia de aclarar anticipadamente que mi casa pertenece a un
amigo, un
porrero con ínfulas de escritor que hoy ―casualmente― duerme en
casa de su
chica. En otro taxi, mi
incredulidad crece
hasta unas cotas impensables al convertirse el roce a tres del baile en
algo
más explícito delante del taxista. «Mírame y
que te pudra la envidia.» Para
variar, le pagaré con gusto. Me disculpo nuevamente por
el estado
en que hallarán el piso y espero no se echen atrás nada
más abrir la puerta...
La cruzan. Les ofrezco la bebida, pero muestran sed de otra cosa. Logro
pleno,
realizando la fantasía más típica de un hombre.
Tiene guasa, las veces que me
han criticado las mujeres por pensar con la polla y una que lo hago
literalmente... Recuerdo las ganas de mear
cuando
provocan que me corra aceleradamente. Les pido un minuto para
aliviarlas y
ríen, atribuyendo mi precocidad a la excitación. Meo con
mayor placer que el
del orgasmo. Al regresar, las encuentro bien entretenidas y participo
en
condiciones infinitamente más favorables. Descansamos tras el
tercero. Caigo en
un sueño tan profundo que ni con la maría... Por la mañana
despierto bruscamente:
una de ellas ha curioseado por la salita y ha dado con un manuscrito
firmado
por mí, una recopilación de cuentos que me ha arrojado
encima indignada.
Reconozco la verdad. Su indignación se contagia y me insultan
mientras se
visten. Se marchan airadas. Tras un fugaz malestar, río
abiertamente: disfruto
de su decepción casi tanto como del sexo recibido. Recapitulo: he
experimentado un
episodio alucinatorio persistente y me he hecho un trío con dos
hembras más que
aceptables; material para contar a mis sobrinos, ya que no a mis nietos. Me recreo en el silencio.
Y, de
pronto, una conocida vocecilla lo rompe. ―¿Ves cómo
tenía razón? Noto el bulto de la
sábana a la
altura de mi entrepierna, mas no lo descubro. Me asusto, de verdad esta
vez. Me dice: «No te
preocupes», pero
¿cómo coño no voy a preocuparme cuando los
nudillos de la locura pican a mi
puerta? «Sólo soy una parte de ti que debes
aceptar», arguye. No desperdicio más
tiempo y cojo el
listín telefónico (presupongo que una cita por la sanidad
pública se demorará
varios días, si no semanas o meses). Mientras atienden mi
llamada, la vocecilla
continúa, aunque procuro ignorarla con toda mi capacidad de
dispersión...
Explicada mi urgencia, la secretaria del primer número que marco
se pone de
acuerdo con el psiquiatra y convienen atenderme en poco menos de una
hora
(¿cómo perder la oportunidad de captar otro cliente con
las tarifas que
aplican?). ―Cometes un error
―escucho. No se
calla la zorra. Cincuenta minutos no
significan
demasiado, en condiciones diferentes. Me impaciento. Me muevo
nerviosamente.
Trato de centrarme en la sesión terapéutica que me
aguarda. Será una coña
describirle las últimas horas al tipo. Dudo que a lo largo de su
carrera haya
conocido un caso similar. Calibro la opción
de acudir a la cita
en autobús, sumando la tardanza inicial hasta que me recoja al
tiempo entre
paradas, y me decanto nuevamente por un taxi. Llego pronto, así
que me toca
chupar banquillo igualmente. ―Te entiendo ―asegura la
vocecilla,
que me ha concedido una pequeña tregua durante el trayecto―, y
sé que no
rectificarás, pero, ya que no vas a hacerme caso ahora,
concédeme algo: saca
los papeles y el bolígrafo que llevas en tu cazadora y
permíteme demostrarte lo
beneficioso que puedo ser para ti. Callo. ―No me gusta amenazarte
―amenaza―,
pero créeme: te resultará mucho más fácil
soportar los treinta y cinco o
cuarenta minutos que te quedan así que oyéndome cantar a
Maná. Conoce perfectamente,
claro, mis puntos
débiles, de modo que cedo antes que soportar semejante
sesión de tortura. Copio cuanto me dicta, con
fluidez, y
lo mecánico del proceso deviene incluso en gratificante (al
menos en
comparación con la alternativa). Por fin me reclaman, y le
cuento mi
historia a un sujeto de canas precoces y aspecto elegante. Cuestiona el
ménage à trois... Joder, no me
había
parado a considerar que formase parte del delirio. Y mi inseguridad
rebasa su
cenit ante la perspectiva de no distinguir en absoluto lo real de lo
imaginado. Se muestra de acuerdo
conmigo en que
el problema excede los síntomas atribuibles al cannabis y me
receta un
medicamento que atajará las alucinaciones.
¿Diagnóstico preliminar?: brote
esquizofrénico. Pierdo el culo hacia la
farmacia más
próxima y me meto en un bar para ingerir la dosis número
uno. ―Me echarás de
menos ―se despide mi
personalidad desdoblada―. Espero que hablemos pronto, en cuanto te des
cuenta. No respondo. Regreso a casa. Vegeto de
nuevo
frente al ordenador. La jornada se desenvuelve sin ninguna incidencia.
Parece
haberse retirado. Respiro con cierto alivio. Consumo los días
que faltan para la
siguiente consulta sin necesitar emplear la tarjeta que el psiquiatra
me ha
proporcionado. Definitivamente, parezco haber retornado a la
normalidad. Y
vuelvo a aburrirme. Pero me mantengo al margen de fumar,
contentándome con
alguna que otra cerveza. Una tarde, me da por
limpiar y
encuentro algo bajo la cama. Es una horquilla para el cabello, y no
reconozco su
procedencia, hasta que deduzco que sólo puede pertenecer a una
de las chicas
con las que me acosté la noche “N”. Entonces,
recupero las hojas dobladas en
ocho y garrapateadas casi en trance el día de la primera
consulta y las
examino. A pesar de la rapidez en su escritura, se entienden bien. De entrada, no sé
qué leo, hasta que
reparo en que se trata de un fragmento confeccionado para insertar en
una obra
anterior; de hecho, el final perfecto que nunca se me ocurrió
para un relato aparcado
por imposible... Medito sobre ello. Y sigo meditando. Me
cuesta creer que
esté pensando seriamente lo que estoy pensando... Quizá fuese cierto
el carácter no
pernicioso del delirio. Quizá sea incluso provechoso. En la
naturaleza existen
animales que interaccionan continuamente, complementándose,
beneficiándose
mutuamente, lo que se denomina simbiosis. Finalmente lo hago:
abandono la
medicación, como prueba, pasajeramente, porque siempre puedo
regresar a ella. Al rato, se impone un
despertar bajo
mis pantalones. Descubro los genitales y observo... Pero no se produce
movimiento excepcional, ni sonido alguno, y asumo que contemplo una
erección
corriente. Unas horas después,
dormito. En el
duermevela, gana protagonismo esa vocecilla y, cuando me despejo del
todo, no
lo pierde: ahí está, de nuevo. ―Hola ―me saluda. ―Hola ―respondo
tímidamente. ―¿Qué te
parece si escribimos un poco
y luego buscamos una raja caliente y húmeda? ―Me parece un plan
estupendo. «Tal vez sí
deba aceptar esta otra
parte de mí e integrarla si verdaderamente me beneficia»,
maduro. Presto atención al dictado y transcribo las palabras de esa voz que me sale de los cojones. Con una fluidez largamente perseguida, construimos el relato que acaba aquí. Ojalá la hayáis disfrutado.
*Versión independizada de la antología (sólo varía la última frase). |