LA OSCURIDAD |
OSCURIDAD. La llevaba
impresa en el rostro, y, aunque en ese
preciso instante ella no supo interpretar los caracteres,
entendió
perfectamente su significado. Con ojos aún velados por el
sueño, semidespejada
esa frontera irreal por un frío que espesaba sangre y
encogía piel, distinguió
las facciones paralizadas del compañero sentimental como
tiznadas por una
pujante pesadilla. Le contagió rápidamente su miedo. La
oscuridad. Ignoraba
todavía hasta qué punto completa. Ismael le contagió
también su
mutismo. Durante un par de minutos permanecieron inmóviles,
hasta que ella se
decidió a alzar una mano, cauta, y articuló vacilante el
primer sonido: ―¿Qué...? Él sólo
respondió irguiéndose de la
cama, tomando la mano ofrecida y dando un paso hacia la ventana del
dormitorio.
Entonces, cuando la observó abierta, Laura descubrió en
ésta el origen de aquel
frío. Ismael la atrajo hasta su hueco, indicando se asomase...
Oscuridad, nada
más que oscuridad, pero distinta: una tan densa, tan pura, que
removía algo en
las entrañas, en el cerebro. La luz proveniente del
dormitorio
iluminaba el marco, el alféizar, los bordes correspondientes del
muro, pero no
alcanzaba más: no se reflejaba en la fachada frontal, al otro
lado del pequeño
patio; en la ventana del dormitorio de sus propios vecinos o en parte
del muro
que la acogía a escasos cuatro metros. Ni edificio ni pavimento
sobre el que
sostenerse, ni cielo bajo el que existir: NADA en absoluto. Aquella
oscuridad
se había tragado todo alrededor de su minúscula isla de
luz. Y fijar la vista
en ella era sufrir inmediatamente la sensación de perder pie, de
sumirse en un
vértigo abrumador, sobrenatura. ―¿Qué
está pasando? ―preguntó,
concretando el interrogante abierto un momento atrás. ―No sé
―tardó en responder él,
demostrando que aquella profunda impresión no le había
robado el habla―. Fui a
la cocina y noté algo raro fuera, así que me
asomé. Y no vi nada... ―Nada... ―repitió
ella. Ismael echó un
vistazo tras de sí,
motivado por alguna ocurrencia. Fue hacia una botella de agua situada
en el
suelo, junto a la mesita de noche, y desenroscó su tapón.
Laura continuaba
clavando sus ojos en aquella negritud, tan cercana que si lo deseaba no
necesitaría estirarse mucho para hundir en ella su brazo, aunque
tal idea le
inducía pavor. La mano de Ismael tocó su hombro,
apartándola suavemente para
lanzar el objeto... Escucharon atentamente, sin oír el impacto
del mismo contra
la superficie que había estado allí desde que
tenían conocimiento... El vértigo la
desbordó un instante e
Ismael, rígidamente abismado, apenas logró reaccionar
ante el vahído de su
chica: la sujetó y se sentaron al borde de la cama. Él
aguardó, incapaz de
verbalizar una palabra útil. La siguiente
reacción de ella fue enderezarse
con cierto aire de desorientación y salir del cuarto. Ismael la
siguió. Recorrieron la casa
habitación por
habitación. Ismael había encendido todas las luces,
escrutado por todas las
ventanas, y cada una ofrecía idéntico paisaje. Cuando
Laura terminó con la
última, volvió derrotada al pasillo. Reparó en la
puerta principal. Se miraron.
Ismael dio dos pasos y aferró la manilla. Lentamente,
presionó y fue entornando
la hoja de madera... Ante ambos se reprodujo aquel muro de oscuridad.
Sólo la
iluminación cálida del pasillo abría unos
centímetros en el suelo, sin
reflejarse contra la puerta del piso de enfrente, la pared que lo
limitaba o la
que lo unía con el suyo. Y la escalera parecía situarse
extrañamente lejos del
campo visual. ―¡Dios!
―exclamó Laura, echándose las
manos a la cara reflejamente, aflojando otro poco la correa de sus
temores. Ismael cerró de un
portazo. ¿Acaso
alguna catástrofe (desapercibida para ellos) había
hundido parte del edificio?
Ella quería pensar que sí, pero no se convencía:
el suelo... Aquel suelo
parecía extenderse más allá de sus habituales
dimensiones, ocupando parte del
espacio que correspondería a las paredes, la escalera... ―Hay que llamar a alguien
―opinó. «Si es que hay un
alguien», respondió
él sin despegar los labios. Su propuesta era el siguiente paso
lógico para
tratar de resolver la situación, pero principalmente para
explicarla, para
explicársela a sí mismos, porque empezaban a poner
demasiadas cosas en duda,
cosas demasiado importantes. En la habitación
del lecho común
nuevamente, aquella ventana abierta de par en par supuso una
incitación y,
antes de probar suerte con la telefonía móvil, Laura
lanzó su voz en un grito a
modo de sonda, la reducida esperanza de despertar a alguien... Ninguna
boca se
prestó a devolverle el grito. Repitió con mayor
decisión. Con idéntico
resultado. Insistió una última vez, deteniéndose
antes de que aquella rabia se transformase
en desesperación. Ismael se mostraba
bastante pasivo ―quizás
por miedo, quizás por presentir el resultado de tales acciones―
y su novia lo
recriminó enfadada, crecida notablemente su frustración. ―¡Pero ¿por
qué estás ahí parado?!
¡Haz algo! Ismael titubeó,
sobresaltado por el
estallido. ―Pondré la
televisión. La dejó
allí, eludiendo el riesgo de
convertirse en diana para una mayor ira. Acertó, puesto que
ambos móviles, no
sólo el de ella sino también el suyo, adolecían de
cobertura, desencadenando la
ira pronosticada, escapando en ínfima porción a
través de los delicados dedos
de la mujer, quien los arrojó violentamente. No disponían de
teléfono fijo, pero
aún les quedaba Internet. Laura entró en la
salita para
comprobar, junto a su vapuleado compañero, que tampoco
emitía señal el
televisor, ni la radio de la cadena musical. Por toda
contestación a sus
pruebas, los botones y el dial para rastreo de emisoras escupieron
similar tipo
de ruido blanco. ―Mira Internet ―propuso,
suavizado a
modo de compensación su tono de voz, y sacaron el
portátil... Enseguida
confirmaron la temida previsión que callaban: el icono en la
barra de tareas
notificó la imposibilidad de conectarse con el mensaje
“Ninguna red al alcance”. ―A veces falla ―dijo
él―. Ya sabes:
la informática ―añadió, tratando de animar.
Inútilmente, porque intuía que
empezaba a rendirse. Reiniciaron el equipo.
Para nada.
Durante un buen rato se abandonaron a la deriva del silencio. Hasta que
nacieron sendas lágrimas en los ojos de ella. ―¿Qué
está pasando? ―repitió
completamente dócil. Él la abrazó. ―Encontraremos una
explicación. Y una
salida. ―Sus propias palabras le sonaron falsas, pero eran las que
debía
pronunciar. Al abrir la puerta del piso, él estaba delante,
reduciendo con su
espalda el campo visual de ella, y pudo contemplar mejor aquel
desestabilizador
panorama: realmente el suelo se extendía más allá
de sus previos confines,
limpiamente, y las paredes que lo cercaran, el inicio de aquella
escalera,
parecían haber desaparecido, parecían no existir. Eso
zarandeaba interiormente
a una gran bestia adormecida. De momento, no tenía
intención alguna de volver a
abrir aquella puerta. Cuando juzgó a
Laura suficientemente
consolada, se separó de ella delicadamente y buscó una
linterna. ―¿Vas a salir
ahí? ―le preguntó
habiéndola hallado en el armario del dormitorio. ―No, de momento. Apuntó al exterior
con aquella
linterna y disparó a través del plano imaginario de la
ventana. El haz se
perdió inutilizado por la oscuridad, sin toparse con
obstáculo alguno que lo
reforzase. ―¡Dios!
―exclamó Laura, apartando la
vista. Ismael aventuró su
cabeza y su brazo,
dirigiéndolos con aquella luz hacia la fachada propia. Entonces,
fue él quien
replicó tan socorrido juramento. ―¿Qué pasa?
―interrogó ella,
arrepintiéndose instantáneamente de volver a mirar:
¡no había ventanas! La
bombilla de la linterna no era muy potente, pero servía para
aseverar que la
fachada lucía un aspecto liso, sin más que el muro donde
debiera haber un buen
puñado de ventanas por debajo de las suyas... Se recogieron
apresuradamente. El
llanto de Laura se desbordó. Ismael advirtió que
temblaba, incapaz de controlar
sus nervios, moviéndose sin objeto de un lado a otro. Y, salvo
el llanto, él
compartía aquellos síntomas. ―A ver ―arrancó,
centrando toda su
energía en reunir la coherencia necesaria para razonar y
expresarse―. Tenemos
que tranquilizarnos. Pensar fríamente. Sintió que a
él también se le
escurría el animal de sus temores, esa bestia irascible del
pánico. El resto de
ventanas que siempre habían adornado aquella fachada
sencillamente ya no estaba
allí; no las habían tapiado notándose el
más leve signo de tal obra, sino que
el plano donde se ubicaban discurría uniforme, como si
jamás hubiesen
existido... Costaba tranquilizarse
cuando no se
le ocurrían a uno explicaciones ―no explicaciones naturales―
para justificar
aquella vulneración tan radical de las leyes que habían
regido sus vidas hasta
el momento. Era tan irreal que parecía generado por el
subconsciente, y
estudiaron esa hipótesis; ¿qué otras opciones
podían manejar a bote pronto?: no
haber despertado se perfilaba la más lógica, y
tranquilizadora. Tomaron
verdaderamente en serio dicha opción, se concentraron cada uno
por su lado en
discernir cuanta verdad pudiese contener. Normalmente, durante una
pesadilla,
cuestionar la experiencia en curso, plantearse que se sueña,
equivale a
invalidar el sueño... Pero no funcionaba. Así que
volcaron toda su atención en
percibir a través de los sentidos, en afinar la consciencia de
sí mismos
asociada al entorno, persiguiendo una claridad reveladora... Sin
embargo, las
percepciones de sus sentidos insistían en describir un entorno
inmediato
completamente sólido. ―¿Nos habrán
drogado? ―teorizó ella
entre salados goterones. No la rebatió,
aunque nadie iba a
convencerlo de que alguna sustancia les hubiese producido una
alucinación
común. Además: ¿quién querría
drogarlos y por qué? Y ella pensaba igual, pese a
lo dicho. Su gesto posterior a la frase, mezcla de asentimiento y
resignación,
lo corroboraba. Transcurridas estas
divagaciones, se
abrazaron prolongadamente, como usándose de mutuo sostén.
El nerviosismo
disminuyó. Hasta que estuvieron preparados, si no para asumir la
situación,
para seguir ahondando en ella. Ismael interrumpió
cariñosamente el abrazo,
dibujando con los brazos un paréntesis entre sus hombros y los
de Laura, y
volvió a tomar la linterna (la visión de aquella fachada
los había hecho
retirarse velozmente y no recordaba hasta dónde había
llegado el haz). Asomarse, acercarse a
aquella oscuridad
le erizaba los pelos; le rondaba la sospecha de que algo surgido de
ella podía
abducirlos súbitamente... Entornó el haz de la linterna
hacia abajo, sin rozar
siquiera débilmente un fondo, y a cada lado de la fachada:
ésta continuaba
indefinidamente por el extremo derecho, desaparecida la esquina donde
debiera
soldarse a otro muro; por el izquierdo, continuaba también, pero
por debajo de
su piso, coincidiendo ―según estimaba― con el fin del mismo, con
su salida al
rellano, convirtiéndose a partir de ahí en una plataforma
descubierta. ―¿Qué ves? Escogió la mejor
respuesta: ―Creo que hay una salida. ―¿Hacia
dónde? ―No lo sé. Ismael se retiró de
la ventana. Algo
crujió bajo su pie: la tapa de su móvil. ―Lo siento ―se
disculpó ella,
buscando inmediatamente el móvil en la zona donde
presumía había aterrizado. ―No pasa nada ―la
excusó. Lo localizó
enseguida y se lo
devolvió. Él aseguró la batería y
montó de nuevo la tapa, encendiéndolo. ―¿Funciona? Al icono de la antena no
lo
acompañaba una sola raya indicadora de cobertura. ―Parece que sí
―pero pulsó la tecla
que lo adentraba en el menú, concretamente en la agenda, y su
expresión mudó―.
¿Qué es esto? ―murmuró. ―¿Qué? ―¿Llamaste a
alguien? ―No había
señal... ¿Qué ocurre? ―insistió. ―Está
vacía... La agenda está vacía. En efecto, no albergaba
ningún
nombre, ningún número. ―Mira el tuyo. Recogió de la
colcha el otro teléfono
y así hizo. El resultante fue análogo. ―¡Dios!
¿Quién puede haberlos
borrado? ―¿Recuerdas los
nombres que tenías
ahí? ―Por supuesto. ―¿Cuáles? La obligó a recitar
varios mientras
él los repasaba mentalmente. No los habían borrado de su
propia memoria, pero
¿existían aquellas personas...? Hasta semejante punto
dudaban. ―Esa gente es real
―protestó Laura,
probando que recorrían la misma línea de pensamiento―.
Nadie puede quitármelos. ―No, nadie ―convino
Ismael, aunque su
gesto aparentaba disensión. ―Hay que salir de
aquí ―manifestó
agobiada, casi suplicante. Sus palabras lo
contrariaron,
sintiéndose visiblemente expuesto. ―¡No sabemos
qué hay ahí fuera! ―atinó
a protestar. ―Tampoco sabemos
qué hay aquí ―arguyó
ella mostrándole la agenda vacía de su teléfono. Tenía razón,
aunque le doliese. Aquel
conjunto de extraordinarias permutaciones sugería que eran
totalmente
manipulables: ¿qué importaba aguantar dentro o salir? No
obstante, accedió por
vergüenza, por sobreponerse a un indicio de cobardía que
rehusaba
exteriorizar... Se atrevieron, muy
precavidamente,
firmemente grapados, a salir, apartándose lo mínimo
imprescindible de la fuente
de luz (el vértigo inicial fue multiplicándose con cada
centímetro recorrido).
Pero aquella ceguera progresiva de sus ojos, esa inseguridad de quien
explora
un territorio completamente desconocido, los obligó a
replanteárselo. ―Creo que será
mejor que alguien se
quede en la puerta ―opinó él, muy a su pesar, a sabiendas
de que le tocaría el
papel de explorador. Pero debían custodiar la luz que alumbraba
el retorno,
aquel punto de referencia... El terreno no varió
según caminaba por
aquella pasarela: idénticas baldosas a las que componían
el rellano se
concatenaban indefinidamente. La linterna le adelantaba unos cuantos
metros,
insuficientes para pisar con la seguridad deseada cuando, a su balanceo
―cuidándose
de que aquel camino no se estrechara inesperadamente―, el haz
proyectado se
cortaba abruptamente, desmaterializado por el vacío en torno
suyo, refrenándolo
un nuevo asalto del vértigo. Miraba continuamente
atrás,
atestiguando que aquella luz, y la silueta de Laura en ella,
permanecía (aunque
ignoraba por cuánto tiempo se mantendría, o la
mantendrían, encendida). Ella
vigilaba desde la puerta. Transcurrieron minutos
eternos. Ya se
había alejado mucho y el rectángulo de luz a su espalda
era excesivamente
menudo. Sin embargo, no atisbaba un final, una variación, en
aquel trayecto... De pronto, a Laura le
pareció que
aquella oscuridad inabarcable podía no ser más que la
pupila de un coloso que
jugaba con piezas, construyendo y modificando, observando las
interacciones de
sus muñequitos en el escenario cambiante; y aquel haz de luz,
que ahora veía
tan pequeño: un destello insignificante sobre su superficie. Le
apeteció gritar
a Ismael, prevenirlo ante la posibilidad de que lo aplastara un dedo
gigante, o
más bien que unos dedos gigantes lo apartaran de su lado, la
dejaran sola... No
era amor: era miedo. Gritó. ―¡¡Ismael!!
¡¡Ismael, vuelve!! Ismael se giró.
Aquel reclamo supuso
la excusa que necesitaba para regresar. Se refugiaron una vez
más en el dormitorio. Cerraron la
ventana y se echaron, muy pegados el uno al otro. Aún alojaban
la esperanza de
estar viviendo un sueño, un sueño especialmente intenso
del que tarde o
temprano despertarían. Y, si no era así, quizás un
sueño los salvase
momentáneamente de la realidad. Ismael la observó
mientras se
aferraba a él, sus ojos cerrados pero consciente. La
contempló largamente,
preguntándose por la autenticidad de lo que veía, de lo
que sentía. ¿Existía
realmente aquella mujer a la que abrazaba? ¿Existía
él mismo...? La percepción
de sus sentidos indicaba que sí, pero desconfiaba. No estaba
seguro de nada. Si
pensar equivalía a existir, él existía, pero
¿y si podían manipularlos hasta el
nivel del pensamiento?, ¿o condicionarlos para pensar en una
dirección...? Puso
en duda sus sentimientos, su amor por ella. Ya lo había hecho
alguna vez. En un
instante dado se conoce a alguien que conviene más que el resto
de personas y
surge esa emoción, pero ¿hasta dónde llega uno a
conocer a esa persona?, ¿qué
se ama sino una interpretación subjetiva de ella...? Ignoraba que Laura, tras
los párpados
bajados en busca del sueño clemente, dudaba de igual modo. Esta vez, ella
abrió los ojos primero. La luz seguía
encendida... Y la oscuridad seguía en su sitio. Ismael despertó
solo, y aquella
soledad física lo abrumó definitivamente, convencido de
que su pareja había
desaparecido sin más. Efectuó idénticas
comprobaciones y, beneficiándose de un
gran alivio, la encontró en la cocina. Estudiaba
distraídamente el contenido
de la despensa. Creyó adivinar: era ridículo ponerse a
racionar los alimentos
hasta consumirlos, resistiendo lo más posible en aquella isla a
la espera de un
improbable rescate; dudaban que la situación contemplara un
rescate. Se había
cuestionado su entera existencia, los principios elementales de su
realidad:
TODO podía ser mentira, y esa necesidad de saber, de asirse a
una certeza,
pugnaba por imponerse. ¿Qué escondía la
oscuridad...? Tendrían que enfrentarse
a ello antes o después. ―No merece la pena
aguantar aquí ―concedió
él, prosiguiendo con una exposición verbal de lo
meditado. No se había
transformado en un valiente, ni estaba superando su miedo: simplemente
cedía a
la lógica, si es que podía hablarse de lógica en
tales circunstancias. Decidieron salir, los dos
juntos, a
encontrarse con la verdad. Sólo tomaron por
equipaje la
linterna. Se cogieron de la mano, cruzaron el umbral, solemnes, y
caminaron,
mirando atrás continuamente para cerciorarse de que aquella
suerte de faro seguía
encendido. Aunque ¿podía considerársele faro
mientras se alejaban de él...?
Miraron atrás una última vez y, como
habían temido ―como
habían esperado―, el rectángulo de luz que filtraba la
puerta de su antiguo
hogar había desaparecido (lo habían borrado). Se miraron
el uno al otro, dos
fantasmagóricos rostros sobre el último haz de luz que
quedaba en medio de la
oscuridad, que también se apagaría... Se volvieron hacia
delante. Y siguieron
andando. |